La nueva película de los Coen carece de la habitual misantropía de los hermanos y tiene dos o tres apuntes de gran lucidez y varios momentos de gran placer cinematográfico
Hay una escena magnífica casi al final de ¡Salve César!, la nueva comedia (marxista) de los hermanos Coen. Baird Whitlock, el actor que interpreta George Clooney, tiene que proferir un monólogo frente al Hijo de Dios crucificado. Vestido de romano, empieza su alocución y la fuerza de la interpretación se impone: los actores en la escena se emocionan, también los técnicos secundarios que cumplen con sus insípidas labores en el rodaje. La escena del filme en el filme debe ser una de las pocas escenas en la filmografía de los Coen en la que los trabajadores comunes no son burlados sino reconocidos e incluso amablemente respetados.
En el clímax de la escena Whitlock se trabará; no podrá decir la palabra clave del filme de los Coen: fe. En efecto, ¡Salve César! comienza y culmina en un confesionario, y el problema de la fe subyace a la trama, aun en forma de chiste, como cuando un conjunto de teólogos discute la naturaleza del presunto Hijo de Dios frente a un proyecto cinematográfico centrado en la figura de Cristo. ¿En qué creen los que hacen películas? Los referidos teólogos no dicen nada al respecto, y los Coen especulan bastante jugando con varias hipótesis hasta identificar dos opciones antitéticas tensándolas al servicio de una perpleja comicidad. Por un lado, el cine distrae y adapta a las grandes masas a participar de la timba universal llamada capitalismo; por el otro, el cine puede ser vehículo de nuevas ideas, acaso puede incitar a la praxis política o al despertar de la conciencia; un estímulo popular para un cambio profundo de cosmovisión. ¿Todo esto suena demasiado intelectual? Uno de los personajes secundarios se llama Herbert Marcuse, y los conceptos “dialéctica”, “medios de producción” y “leyes de la Historia” pueblan el discurso en un par de escenas.
El cine se concibe como una sagrada fábrica de sueños. La época elegida es el inicio de la década del ‘50; la “iglesia” se llama Capitol; su hijo dilecto, un tal Eddie Mannix, algo así como un director general –en inglés, el “fixer” de la compañía–, alguien que tiene que lidiar con todos los problemas de producción de varias películas en rodaje y que también contempla desde las travesuras narcisistas y caprichosas de los actores hasta un secuestro en manos de una asociación de guionistas de izquierda que quieren reclutar al famoso que han raptado y por el que piden una suntuosa recompensa. (El personaje de Eddie, encarnado por el estupendo Josh Brolin, remite a un director de la Metro-Goldwyn-Mayer del mismo nombre. Los homenajes y citas indirectas son muchos).
La trama carece de un gran ingenio, no así muchas secuencias, que vistas por separado fulguran y encantan. Las partes son aquí más importantes que el todo, ya que por cada personaje que se suma al relato los Coen visitan algún género cinematográfico y demuestran un cabal conocimiento del cine. El placer es entonces inmenso: primero una maravillosa escena de un western, después otra de un musical acuático, luego un pasaje épico de un filme de época; son pequeños bloques de memoria de la historia del cine que reviven en el filme. El mejor momento coincide con la aparición de Channing Tatum, canalizando la agilidad de Gene Kelly y bailando tapping como en las películas de antaño, lo cual resulta también una rectificación de lo mal que se suele filmar hoy cualquier secuencia de baile ¡Bastan un par de planos generales y un montaje mínimo que garantice coherencia visual! De lo que se trata en cualquier tramo con bailarines y música es de entender el movimiento de los cuerpos en el espacio y la gracia de vencer la torpeza anatómica adoptando figuras simétricas en conjunto.
Adjudicarle a ¡Salve César! ser un mero e inocuo ejercicio de nostalgia es un atajo y un reflejo de pereza en el análisis. La ligereza ubicua en su tono general no prescinde de una concisa lectura sobre los fines del cine que está siempre presente. ¿Entretenimiento? ¿Entrenamiento? El cine ha sido desde su inicio una eficaz usina de creencias diversas. De eso habla, sin muchas sutilezas pero con inesperada probidad, la última película de los hermanos Coen. No es poco en tiempos cínicos y supersticiosos.