Samurai

Crítica de Daniela Kozak - La conversación

La amistad entre un gaucho y un japonés y la puja entre la tradición y el progreso conviven en “Samurai”. La segunda película de Gaspar Scheuer, premiada en el Festival de Mar del Plata, se estrena el jueves 6 de junio.

En un bosque entre las montañas, un anciano le enseña a un joven a manejar la katana, el sable japonés. La escena podría pertenecer a alguna de las tantas películas japonesas de samuráis, pero aunque suene extraño forma parte de una película argentina que el año pasado recibió el premio de la DAC (Directores Argentinos Cinematográficos) al mejor director en el Festival de Mar del Plata. Samurai es una rara avis que evidencia el vínculo profundo entre los relatos de héroes a caballo que resisten la violencia del progreso, ya sean westerns, historias de gauchos o de samuráis.

La película cuenta la historia de Takeo, un joven japonés que a fines del siglo XIX vive con su familia en algún lugar de Argentina. Takeo es nieto de un samurai que, aún a la distancia, sigue aferrado a la cultura del Japón tradicional. Su padre, en cambio, prefiere dejar atrás el pasado para adaptarse al nuevo entorno. Cuando el abuelo muere, Takeo desoye el mandato paterno de trabajar la tierra. Toma la katana que heredó del abuelo y sale a la búsqueda de Saigo Takamori, el líder de la revuelta de los samuráis derrotada por el ejército imperial japonés en 1877, que según el mito se habría refugiado en un país lejano (¿en Argentina quizás?) para reagrupar fuerzas.

Takeo (Nicolás Nakayama) emprende entonces un viaje errático en busca de un destino heroico. En el camino conoce a Poncho Negro (Alejandro Awada), un gaucho extraño, veterano de la Guerra del Paraguay, al que le faltan los dos brazos. Como se necesitan para sobrevivir, Takeo y Poncho Negro siguen viaje juntos. Y en la aventura del camino, nace la amistad. Ñ digital conversó con el director y sonidista Gaspar Scheuer sobre su segunda película, que se estrena el jueves 6.

-¿Cómo surgió la idea de Samurai?
-Yo había hecho El desierto negro, una película de tema gauchesco que transcurría en 1870 y, antes de que apareciera ningún japonés, ya tenía la idea de volver hacer una película gauchesca. Viví hasta los 18 años en Los Toldos, me interesa la vida rural, y también me interesa la gauchesca desde lo literario y lo histórico porque implica todo un mundo de personajes, pero buscaba cuál podía ser la historia para no repetirme.

-¿Y cómo apareció el tema de la familia japonesa?
-Se me ocurrió pensar qué pasaría si una familia de japoneses llegaba acá en ese momento. Partí de esa idea básica, sin conocimiento de la historia japonesa más allá de haber visto algunas películas de (Akira) Kurosawa sobre samuráis. Tenía a mano una enciclopedia Espasa Calpe de 1934, en la que los hechos estaban bastante frescos, y ahí leí que durante 250 años Japón había estado aislado del mundo y, más o menos en 1860, hay una revolución incentivada por las potencias occidentales para abrir las fronteras. Se restablece el poder del emperador y una de las primeras medidas es prohibir a la casta samurai. Se la fuerza a entregar las armas para adoptar una constitución al estilo europeo, entran las armas de fuego y todo lo que implica el progreso positivista en boga en ese momento.

-¿Le llamó la atención la similitud con lo que pasaba acá?
-Sí, ahí estaba la película. En dos lugares tan diferentes y distantes, uno con muy pocos años de historia, con una tradición que es una síntesis de culturas diferentes y que estaba tratando de organizarse como país, y otro con tantos años de una tradición cerrada, pasaba algo parecido. De ahí en más imaginé un samurai que se negaba a aceptar ese orden de cosas, abandonaba Japón y se instalaba con la familia de su hijo en Argentina. Pero el nieto del samurai, que había llegado de muy chico, tenía dos modelos a mano. Por un lado el del abuelo, al que admiraba, que le contaba historias de un Japón glorioso y le enseñaba las tradiciones y la ética samurai. Por otro lado el modelo del padre, que había echado por la borda todo eso para irse a otro lugar. Y el personaje tenía que ver qué camino tomar.

-¿El conflicto generacional pone en escena la tensión que había acá entre tradición y modernidad?
-Creo que era lo que pasaba en ese momento en el mundo. Había un modelo político y social que salía triunfante a decirle a los puntos más alejados del globo que ésa era la civilización. Era el discurso de Mitre: vamos al Paraguay a llevar las banderas del progreso, cualquier masacre es el costo que hay que pagar. Un discurso que en todos lados encontraba gente que lo hacía propio.

-Y también gente que se resistía. Uno de los diálogos de la película sugiere incluso un paralelismo entre Saigo Takamori y Facundo Quiroga.
-Me resultó llamativo el dato de que, una vez muerto Saigo, su figura se acrecienta y está la esperanza popular de que vuelva. Es una figura clásica de las mitologías, el guerrero que va a volver a redimir a una comunidad con el poder de su espada. De todos modos, la película no pretende glorificar al tradicionalista que se opone al progreso. No me interesa hacer un bronce de esos personajes, porque en el momento en que la historia se cuenta así pierde su complejidad y riqueza.

-La película tiene algo de western y de historia de iniciación. ¿Se apoyó en esas estructuras de género?
-Creo que esas estructuras están presentes, uno creció escuchando esas historias, viendo esas películas. Me parece que hoy hay una tendencia a desechar el género, el camino del héroe, como algo caduco o trillado. Tenemos algunas historias que sobrevivieron miles de años y decidimos que eso ya no vale más. Pero hay que ver esto de tirar por la borda algo que se viene contando por generaciones para contar algo nuevo. Es el mismo tema de la película: qué hago con la tradición. Como soy joven y mi misión es aportar algo nuevo, ¿entonces todo lo anterior es caduco y aburrido? ¿O trato de ver qué de todo eso resuena en mí y me sirve para contar algo que tenga su cuota de singularidad?

-¿Cómo trabajó con los actores?
-El elenco es una mezcla fantástica en cuanto a procedencias y formación, justificada por los diferentes papeles. Están Alejandro Awada, Agustina Muñoz y varios actores de San Luis –donde se filmó–, desde Norma Argentina a otros que jamás habían estado delante de una cámara; y está la familia japonesa (Nicolás Nakayama, Jorge Takashima, Kazuomi Takagi), a la que costó bastante encontrar. Salió de un casting largo y paciente.

-¿Hubo un entrenamiento previo en esgrima?
-Sí. Nicolás trabajó dos o tres meses con Carlos Loffreda, un instructor de Iaido, uno de los tipos de esgrima samurai cuya traducción es “el arte de desenvainar matando”. Es un solo movimiento. Un samurai tiene que evitar por todos los medios desenvainar porque es un acto supremo, que tiene que estar absolutamente justificado. Y es un poco el equívoco de la película. Takeo desenvaina por un motivo trivial y ahí empieza a hacer ruido eso de pretender ser samurai en medio de las sierras argentinas. Él mantiene la llama del samurai, hay un conocimiento que heredó, pero tiene que aprender qué hacer con eso.