Épica gauchesca con renegados
Antes de Samurai, el otrora sonidista Gaspar Scheuer había debutado con la Espléndida El desierto negro, un relato épico que revisitaba la figura del gaucho rebelde que acumulaba muertes para saciar una sed de venganza y ponía en tela de juicio la ley urdida por los entonces dueños de la tierra que eran una y la misma cosa con el llamado ejército argentino del siglo XIX. El film, en un riguroso y fascinante blanco y negro, resultó un verdadero hallazgo, sobre todo visto desde un territorio difícil para el cine argentino como es el abordaje de un género clave en la formación de la identidad nacional: la gauchesca, maltratada la más de las veces desde la acentuación del coraje y la ingenuidad como única dimensión del ser gaucho, o con una visión más acorde con la historia contada por los que masacraron aborígenes y persiguieron al gaucho nómade y desertor hasta hacer desaparecer su estampa del imaginario secular de las clases populares.
Samurai vuelve sobre el pasado nacional –que ha sido tan caro a los norteamericanos con la invención del western para mostrar su pasado– y lo hace desde un lugar similar al que utilizó Scheuer para su primera película; incluso se valió de los mismos recursos estéticos, entre los que brilla una formidable fotografía, que de acuerdo con los requerimientos del devenir de la acción va ocupando un lugar señero; es decir, según para qué momentos, el tono adquiere distintas capas en un rango que va del color pleno a una saturación perlada, logrado merced a una esmerada posproducción fotográfica.
Descontado el tratamiento de la imagen, que realmente embelesa al espectador atento, Scheuer introduce aquí –con una carga que acentúa la épica si se quiere– otra figura legendaria para el cine y para la historia, el samurai, y lo sitúa en tierras argentinas poniéndolo en paralelo con el gaucho, aunque ahora éste no sea un perseguido por la ley sino un “carne de cañón” que sirvió en la Guerra de la Triple Alianza –bajo las órdenes de un coronel terrateniente que impone a sangre sus mandatos liberales contra la chusma servicial–, y durante cuyo transcurso perdió los brazos, producto de una escaramuza que ya olía a sacrificio de tropa antes de empezar.
El samurai de Scheuer es un joven, que llegó al país junto a su familia escapando del exterminio al que fueron sometidos aquellos que defendían el honor de una práctica milenaria cuando en Japón se impusieron los rasgos de la modernidad, con toda su carga de negación de la tradición cultural; la aparición de las armas de fuego importadas de Europa y Estados Unidos fue su sello terminal. La leyenda de que Saigo Takasuma, líder de los que resistieron los embates de las fuerzas del “progreso” había escapado y se escondía en la lejana Argentina, se convierte en el motor de la acción de Samurai, ya que el abuelo del joven –ex combatiente a las órdenes de Saigo– le legará su katana –que luego el coronel argentino querrá rapiñar–, y lo empujará a su búsqueda.
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En ese camino –también en las motivaciones de Samurai se vislumbra una road-movie– encontrará a Poncho Negro, el gaucho aludido más arriba y juntos irán sorteando diversos episodios que puntúan una errancia fantasmática por un paisaje de serranías, pequeños cañones y poblados miserables. Más acentuada la catadura del gaucho nómada, a Poncho Negro lo tildan de pendenciero, vago y mal entretenido, a la mejor usanza de la mirada liberal y positivista de la generación de los 80. Cuidada hasta en sus ínfimos detalles en busca del más acabado verosímil, Samurai tiene diálogos en japonés (subtitulados), los lugareños se valen de modismos rescatados de la literatura de la época y vestuario y escenografía redimensionan efectivamente la puesta.
Cierto tinte de fábula recorre el relato y en la relación entre ambos protagonistas se juega el ideario de un mundo que iba perdiendo terreno ante el auge de los nuevos tiempos que “necesitaban” arrasar con las barbaries para imponer su lógica y “conquistar” tierras para fundar la “Nación moderna”. En el joven japonés cuando ve desmoronarse su mundo y su familia –ante el fracaso del intento de trabajar la tierra, su padre termina aceptando el forzoso alistamiento en el ejército que en ese momento combaten las montoneras federales–, y en Poncho Negro cuando opone su pasión libertaria a la obsecuencia de otros gauchos más moldeados y ladinos, y a la abúlica vida doméstica.
Algunas situaciones y personajes paralelos parecerían por momentos querer cobrar otra estatura aunque en el carácter general del relato terminan siendo nada más que mojones y la historia se ciñe a los dos protagonistas. Inmejorable el coronel –parecido a Bartolomé Mitre– en su labia astuta, en su visión aristocrática de la existencia, en la exhibición obscena de su poderío y autoridad. Igual que el deambular de Poncho Negro –también su construcción física es notable–, con su inútil rodeo por una tierra conocida “en detalle”, que terminará entregado a un destino que parece aguardarlo desde siempre. Hay también ideología en Samurai, puesta a revelar un estado de cosas que se perpetuaron hasta el presente y modelaron una forma de país.