Los guerreros remotos
El opus dos de Gaspar Scheuer, que debutó con El desierto negro, es una rara avis del cine nacional. Una película de cruces y contrastes, mezcla de western gauchesco y drama de samurais, que transcurre en algún lugar remoto de la Argentina a fines del siglo XIX. Un trabajo impecable desde lo formal, con sólidas actuaciones; una historia que intriga, y en la que la contemplación termina imponiéndose por sobre la peripecia.
Los protagonistas son Takeo (Nicolás Nakayama), un joven japonés, descendiente de una casta de samurais, y un veterano de la Guerra de la Triple Alianza (Alejandro Awada), apodado Poncho Negro, una suerte de renegado que perdió sus brazos en combate y parece estar en el tramo final de su vida: un clásico héroe/antihéroe marginal argentino. Ambos se cruzan en el camino, cuando Takeo, por mandato de su abuelo, recién muerto, busca a Saigo Takamori, mítico guerrero considerado el último samurai, derrotado en la llamada Rebelión Satsuma, en Japón.
Juntos, al otro lado del mundo, Takeo y Poncho Negro emprenden la búsqueda de Saigo, algo así como un fantasma épico. Los protagonistas del filme son, cada uno a su manera, su cultura y su etapa de la vida, personajes desclasados, anacrónicos, fuera de norma. Ambos creen en los guerreros honorables -al que Poncho Negro contrasta con los militares de la guerra contra Paraguay y de la Campaña del desierto- y defienden la tradición, en oposición a cierta idea aniquiladora del progreso.
Más allá de la historia iniciática de Takeo -que se dispersa en alguna de sus subtramas-, Samurai prescinde de los subrayados y las bajadas de línea, aunque se abre en múltiples y tácitos significados históricos, filosóficos y políticos: quien quiera ver, que vea.