Abajo del mar
James Cameron filmó su mágnum opus Titanic en 1997, pero pasó los siguientes diez años de su carrera en relativa oscuridad, documentando operaciones de buceo y exploraciones submarinas. Luego de su triunfal regreso a las producciones colosales con Avatar (2009), Sanctum (2010) lo ve como productor, y supone una continuación ficticia de esta pasión por las profundidades oceánicas, así como el segundo largometraje del australiano Alister Grierson.
La película, “basada en hechos reales”, dramatiza una excursión de buceo del guionista Andrew Wight, durante la cual su grupo quedó atrapado en una caverna submarina, por lo que debieron navegar aguas inexploradas y hallar una salida alternativa. Sobrevivieron intactos.
La dramatización, en cambio, los hace morir horriblemente uno por uno, y convierte una experiencia genuina y original en un thriller de clase B, con secuencias predecibles, actores de segunda línea y frases como “¿Qué podría salir mal buceando en una cueva?”. La frase no es ni sarcástica ni retórica, y pretende hacerse pasar por la auténtica parla de un profesional. Otra frase que nunca debería decirse ni en una película de guerra ni de desastre natural: “Algún día me casaré con esa chica”.
El cabecilla del grupo es Frank Maguire (Richard Roxburgh), un buceador a quien, en un desesperado intento de caracterización, un personaje respetuosamente describe “como Colón, como Neil Armstrong”. Roxburgh ha hecho carrera interpretando villanos idiosincrásicos; el papel de protagonista llano y plano le queda chico y mal, reducido a expresiones de estoicismo genérico y sin otra carga dramática que una tensa relación con su hijo, el único (posible) gancho emocional de la película.
Frank encabeza una expedición al ostensiblemente “último lugar inexplorado del planeta tierra”, una serie de cavernas submarinas de la costa australiana. Una inundación los atrapa a él, su hijo y un grupo políticamente correcto de personajes que incluye un heroico nativo, un cómico, un amoral financista y su escotada novia, cuya inclusión en el viaje trasciende todo sentido común al revelarse que no sabe bucear.
¿Puede el financista de una millonaria expedición de buceo dictaminar que no hace falta saber bucear en una expedición de buceo? ¿Puede su novia, una alpinista que ha escalado el Everest, no saber lo que es la hipotermia? ¿Puede “el Colón del buceo” explorar una kilométrica caverna desconocida sin tanques de repuesto? Inverosimilitud.
Sanctum elige promocionarse como una revolucionaria y atrapante experiencia en 3D (el único formato en el que se la distribuye), y en este aspecto no miente. La película se ha rodado en estereoscópico digital, en uno de los tanques de agua más grandes del mundo, con 16 decorados sumergidos bajo 7 millones de litros. El diseño de producción despunta en su escenografía, y es capaz de canalizar todo tipo de angustia en el espectador: claustrofobia, vértigo, asfixia, temor a la oscuridad, efectos acaso pulidos por la inmersión 3D.
Menos impresionante es la iluminación del mismo decorado. En una película situada bajo mar y tierra, donde el sol no llega y la luz se origina en las linternas de los personajes, resulta obvio cuando otras fuentes de luz están interviniendo del otro lado de la cámara. Esclarecen la imagen, pero rompen la ilusión delicadamente lograda. En una película con este nivel de producción, tal descuido es lamentable, y en detrimento directo del realismo.
Sanctum necesita de toda la magia del 3D para distinguirse de la última o la próxima película de desastres naturales. Pronto dejará los cines. Algún día llegará a la televisión. Entonces le costará volver a despertar interés.