Este filme clase B, inspirado en un evento real, y que remite un poco a El abismo, una vieja película de James Cameron (que aquí oficia de productor ejecutivo, y de argumento de marketing), consigue lo imposible: convertir un filme de aventuras en unas cuevas subterráneas de Nueva Guinea (que parecen de la peor utilería), entre buzos y exploradores de otros mundos, en un insignificante drama filial en donde un padre dedicado a expediciones varias y su hijo, enojado con su progenitor por sus ausencias y distancias, intentarán sobrevivir junto a otros miembros del equipo de investigación, después de que un temporal los deje atrapados a miles de metros bajo tierra mientras paulatinamente el río inunda el lugar. “Confía en la cueva, sigue el río” es el mantra paterno, lo que cifra la esperanza de encontrar en ese laberinto acuático una salida al mar. Psicología berreta y poesía utilitaria, pues ni siquiera la repetición de algunos versos de “Kubla Khan” de Coleridge alcanza para remediar la fealdad de las cuevas, el poco ingenio para filmar en espacios reducidos y utilizar a favor los pocos planos abiertos, la grotesca profundidad psicológica de los personajes y los conflictos ilógicos que surgen a medida que el peligro difuso acecha, ya que en este ecosistema los animales, las plantas, e incluso los extraterrestres brillan por su ausencia.