Un drama de identidad
Dada la provisoriedad de los lazos, el del reencuentro del hijo/hija con el padre al que nunca vio, o casi no vio, se convirtió a lo largo de los últimos lustros en un tema tan transitado por el cine contemporáneo que ya pasó a ser un tópico. Lo que no es tan común es que la hija llame al padre abandónico para que la ayude en una cuestión de drogas, desde la frontera argentina-boliviana y apurada por los tipos que la contrataron. Cuestión que no terminará de modo muy higiénico. Si esto suena a humor negro es el crítico el que se lo pone, ya que Sangre blanca narra su historia como un seco y trágico drama de identidad, en el que la protagonista deberá apretar al padre para que éste cumpla su rol aun a disgusto. Recién cuando lo haga es posible que no lo necesite más.
El trabajo de “mula” fronteriza suelen hacerlo chicas económicamente al borde, dispuestas a tragarse cerca de un centenar de cápsulas conteniendo lo que fuera (cocaína, en este caso) y defecarlas más tarde, limpiándolas y entregándolas al contratante, por una paga nunca justa. En las primeras escenas se la ve a Eva de Dominici como mula-mochilera, con esos ojos celestes, ese tipo algo lánguido que contrasta con su físico, el detalle del arito de alpaca, y hay algo que no pega. Conviene no darle bolilla a esa aparente incoherencia porque más tarde se explica, e incluso se la puede interpretar como un conflicto derivado de la ausencia paterna. Martina se encuentra en la localidad jujeña de Salvador Mazza, en la frontera con Bolivia, con un cadáver en la habitación de su hotel y un traficante que le exige por celular que le entregue todas las cápsulas. A lo único que atina la chica es a llamar a su padre (Alejandro Awada), que vive en Buenos Aires y no quiere saber nada con ir a rescatarla a ninguna frontera del país. Sobre todo porque Martina, fruto del estado de shock en que se halla, dice no saber en qué frontera está. Allí es donde el padre y el rol de padre encajan instintivamente, como piezas de un Rasti, y sólo será cuestión de esperar su llegada.
Cuando en la cabina telefónica Martina tiene primero una crisis de llanto, después una de nervios y enseguida algo parecido a un ataque de pánico, el espectador (este espectador, al menos), siente deseos de ingresar en la pantalla, hacerla reaccionar y volver a la butaca. En realidad es perfectamente comprensible que reaccione de esa manera, ya que se está comportando ante su padre como la nena que nunca tuvo ocasión de ser. De hecho, su conducta tiene éxito. Aunque narra ese reencuentro casi atávico, Sangre blanca es una historia que ocurre en presente, tal como sucedía con Deshora (2013), ópera prima de la realizadora y guionista salteña Bárbara Sarasola-Day.
Está el tiempo de la espera del padre, por la noche, cuando Martina sale a recorrer las solitarias calles del pueblo, juega con unos videogames, va a una disco y termina durmiendo en casa de un muchacho del lugar, para evitar volver a su habitación-cementerio. Y está el tiempo de la acción, en el que el padre deberá tomar la poco agradable iniciativa de recolectar las cápsulas faltantes, con ayuda de Martina. La entrega a un traficante que tiene pinta de político intachable y una imagen final que sugiere que ahora sí la chica está en condiciones de integrarse al todo.
Sarasola-Day filma con seguridad y pericia técnica, los ambientes son convenientemente oscuros y raídos, Awada confirma que las sobreactuaciones quedaron definitivamente atrás y De Dominici muestra las necesarias agallas, con perdón por la expresión en este caso.