El cuerpo del delito
Arrodillada en el centro de un salón en penumbras, una mujer es sometida a una nueva prueba para determinar de una buena vez aquello que todos esperan y no termina de suceder: la confesión de un delito. Bajo la atenta mirada de un cura que oficia de juez, escoltado a su vez por otros que desde una tribuna la observan con circunspección y acaso también con disimulado desprecio, esa mujer debe para demostrar su inocencia llorar. En tanto no derrame lágrima alguna, podrán confirmar la imputación que pesa sobre ella. En un momento de vacilación, los hombres se acercarán a la mujer arrodillada y examinarán con vehemencia su rostro, a fin de reconocer en sus ojos la evidencia definitiva de su proceder culpable.
La escena pertenece a Sangre de mi sangre, la notable última película de Marco Bellocchio. Una escena extraordinaria por la profunda perspectiva de sentido que promueve. En un convento en Bobbio, un pequeño pueblo al norte de Italia, durante el siglo XVII, un sacerdote se ha quitado la vida luego de mantener en secreto un romance con Benedetta, una de las jóvenes novicias del convento. El soldado Federico Mai, hermano del sacerdote, viajará hasta allí para intentar garantizarle, a pedido de su propia madre, una sepultura digna de su posición espiritual. Para conseguirlo, sin embargo, deberá lograr que Benedetta reconozca una alianza con el demonio que justifique el acto infame del suicidio y absuelva de esa manera al suicida.
La llegada de Federico –secuencia inaugural del film- establecerá de forma precisa el espacio en donde transcurrirá mayormente esta primera parte de la película de Bellocchio. El soldado recorrerá sigilosamente el convento y descubrirá su funcionamiento autoritario y severo. La férrea proscripción de cualquier manifestación de deseo.
Tormentos crueles tendrá que resistir entonces la mujer procesada, cuyo cuerpo –el cuerpo del delito- será castigado con saña por una confesión que no llega, ante el temeroso silencio de un hombre atormentado por un dilema que no puede resolver: salvaguardar la honorabilidad de su hermano o liberar a una mujer inocente de un escarmiento feroz.
La segunda parte de la película comenzará también en el convento, pero en la actualidad. Un inspector del Estado irrumpirá en la propiedad, en apariencia abandonada, junto a un posible comprador de origen ruso. No obstante, escondido en uno de los claustros –justo aquel destinado en el pasado a encarcelar a las jóvenes desobedientes- vive un anciano que se ha dado por muerto hace varios años y que únicamente sale, como un vampiro, durante la noche. Un patriarca que ejerce desde las sombras, junto a otros pocos hombres, el poder. Hegemonía que no se verá amenazada por el presunto inspector, sino más bien cuando, en uno de sus recorridos nocturnos, el anciano se sienta cautivado intensamente por una joven muchacha fuera de su alcance.
A diferencia de la primera parte, esta segunda historia exhibirá una modulación más ligera, sobre todo a partir de escenas de una comicidad exquisita y genial. Un profundo dolor de muelas será, por ejemplo, el motivo por el cual el patriarca deberá salir de su escondite para buscar un odontólogo que lo alivie de un dolor que lo atormenta. Escenas que dejarán traslucir cierto patetismo de un poder en franca decadencia.
Tal vez pueda encontrarse allí un posible punto de confluencia entre dos historias que Bellocchio cuenta con una destreza descomunal mediante la elaboración de imágenes que encierran en sí mismas una formidable capacidad de sugerencia poética: la percepción de un poder -especialmente patriarcal- que percibirá su lento e irremediable derrumbe en el instante preciso en que tenga ante sí la fuerza inconmensurable de un cuerpo que resiste.