El nombre de la rosa
El director Marco Bellocchio a sus 75 años, (ahora 76), vuelve a elegir su pueblo natal, la ciudad de Bobbio, en el norte de Italia, para contarnos una historia establecida desde dos fábulas circunscriptas a un mismo espacio físico, una Abadía, pero distanciadas desde la temporalidad de los hechos, tanto como desde el estilo narrativo, no de sus causas, raíces y consecuencias.
Si la primera es presentada y atrapa desde el género dramático, el segundo subyuga por su mordacidad a través de un humor tan sutil como negro, por lo que genera el interrogante de si en realidad no estamos en presencia de una gran sátira sobre el género humano.
De hecho las acciones transcurren en el mismo lugar en el que el escritor, recientemente fallecido, Umberto Ecco, eligió para su novela “El Nombre de la Rosa” (1980)
El galardonado director puede permitirse deliberar desde la excentricidad, sus ya famosas obsesiones, que van desde lo netamente político, “Buenos días, noche” (2003), o religiosas, sociales, familiares, “En el nombre del padre” (1972), entre muchas de sus producciones, sin abandonar las fórmulas atípicas para afrontar sus propias ideas y pensamientos.
Para ello puede recurrir de manera aleatoria a lo meramente visual, o a la utilización de los mismos actores para encarar distintos personajes, o a la elección de canciones emblemáticas como “Nada mas importa” del grupo Metallica, mientras que narrativamente esta plagada de simbolismo que se entremezclan en ese pasado o ya en la actualidad, desde la nefasta inquisición al desalmado neoliberalismo capitalista.
La primera se establece en el siglo XVII, el hermano de un cura que se acaba de suicidar, llega para hacer justicia por mano propia, ya que una monja es acusada de brujería, de haber puesto bajo su influencia diabólica al cura., pero queda deslumbrado por la belleza de la religiosa. El conflicto que se le presenta es que el suicidio impediría que a su venerado hermano se le dé cristiana sepultura, por lo que la joven es torturada bajo el régimen inquisidor para que confiese.
Esto mismo es utilizado para instaurar la subyugación y el atropello de la clase dominante, atravesado todo por una increíble hipocresía, estableciendo diferencias sociales, religiosas y sexuales,
En la mitad del metraje realiza un salto temporal de 400 años, ahora es un inspector fiscal quien llega a la abandonada y derruida abadía para concretar un negocio inmobiliario, pero el edificio está ocupado por un “conde” que, según el mito local, se alimenta de sangre humana.
Dos pequeñas historias que se unen no sólo a partir de la misma estructura narrativa, aunque propia de cada una, con desarrollo lineal, estableciendo nexos desde lo discursivo, además de los temas que plantea, pero que se diferencian desde las otras variables conceptuales cinematográficas, si uno, el primero, redunda desde la dirección de fotografía en tonos pasteles, apagados, ascéticos, en el segundo, a pesar de la nocturnidad en el que transcurren las acciones de los personajes, la mayor parte del tiempo hace hincapié en tonos brillantes, coloridos, para luego hacer otra distinción desde el vestuario y la dirección de arte.
Siendo necesario establecer dos escenas a las que se les debe prestar mucha atención, la primera es la concurrencia del Conde vampiro al consultorio de su dentista, amigos de toda la vida, en el que se produce un despliegue de los mejores diálogos del filme abarcando todos los temas posibles. Lo inexorable del paso del tiempo, de los cambios formales que se producen, pero que en esencia todo sigue igual, de la desesperanza y la impaciencia de la juventud actual, hasta llegar a un final desconcertante, enigmático si se quiere, ambiguo tal vez, que abre un portal hacia un futro inmediato posible, sobre todo desde los personajes.
Un filme de concepción aparentemente raro, pero que promueve el deleitarse al termino de la proyección por los interrogantes que le deja planteados al espectador. No es inocuo.