El cine no inventó el recurso de que el cuerpo de las mujeres –sobre todo cuando es joven o está desnudo– represente algo. Chicas de carnes abundantes, vírgenes que ofrecen el pecho a un bebé, majas desnudas y lánguidamente tendidas como esperando una mirada, simbolizando el deseo masculino o el deseo a secas. O mejor dicho, el deseo y el punto de vista masculinos disfrazados siempre como deseo y mirada, puros, sin adjetivos. La nueva película de Marco Bellocchio, el director italiano que está en la cumbre de su carrera después de cincuenta años de hacer películas gracias a obras como Vincere (2009) o Bella Addormentata (2012) donde las mujeres tienen un lugar central, tematiza el deseo en Sangue del mio sangue desde una historia que ocupa la primera parte de la película y es un tópico del cine y la literatura filmado divinamente: en el siglo XVII, un soldado (Pier Giorgio Bellocchio) llega a un convento en el pueblito de Bobbio para averiguar sobre la muerte de su hermano, un sacerdote que aparentemente se suicidó después de ser seducido por una monja llamada Benedetta (Lidiya Liberman).
La primera parte de la película es un cuento de calentura entre un hombre y una mujer acusada de brujería. Mientras las autoridades del convento tratan de averiguar si el amorío de ella con el monje suicida fue simple debilidad humana o producto de un pacto con el demonio, el suspenso gira en torno a la posibilidad de que Federico, el hermano del difunto, caiga en la misma tentación. Los ritos brutales de los que también fue víctima Juana de Arco en la película de Carl Dreyer (1928) se suceden uno a uno: el corte del pelo, la amenaza del fuego, o en este caso también la prueba de arrojar a la mujer al agua con pesadas cadenas para ver si su amante, el Diablo, decide salvarla. Benedetta soporta impasible todos los tormentos, el personaje es casi mudo y además de que parecería seducir solo para zafar de una muerte segura, está ahí para dar ocasión al conflicto del protagonista entre su moral y su deseo.
Bellocchio filma toda la situación del modo más bello, aunque sin originalidad, y la sostiene en lo no dicho, en la intensidad de las miradas. Pero esa es solo la mitad de Sangue del mio sangue: de repente y con un cambio de tono algo abrupto se da paso al presente, a un Bobbio algo degradado y con un toque fantástico habitado por locos o tarados, vivos que se hacen pasar por muertos, ciegos que en realidad ven. En este escenario, un millonario ruso y chanta trata de comprar el convento, ahora convertido en cárcel, donde tuvieron lugar los sucesos de la primera parte. Pero el lugar está habitado por un viejo vampiro sin sexo, un personaje maravilloso que también pone en escena el deseo, como el soldado del siglo XVII, pero con la nota melancólica de una vejez en la que comer sangre ya no le produce ningún efecto. Sin embargo persigue, con la mirada vidriosa, a una chica hermosa y joven (Elena Bellocchio), casi hasta el momento en que ella va a coger con otro. Casi como si el conflicto no pasara tanto por la moral versus la carne sino por esa brecha, imposible de salvar según parece decir Bellocchio, entre los cuerpos y la fantasía que generan.
Quizás por eso las mujeres de Sangue del mio sangue son puramente carnales y siempre están en fuga, o permanecen inalcanzables. Bellocchio pone en escena esa distancia de maneras obvias, valiéndose de paredes y corredores que solo la mirada puede atravesar, pero nunca las manos. Esto no es lo único que hay en la película, pero es lo más interesante: hay ambigüedad en lo que Bellocchio tiene para decir sobre el misterio y el cine, algo que se condensa en una imagen final cuya potencia parecería residir en sustraer el cuerpo, pero termina haciendo el movimiento contrario al presentar, es cierto que con un lugar común enorme, la simpleza abrumadora de la carne en plena luz del día.