BELLOCCHIO, EL VAMPIRO
Los grandes directores de la época dorada del cine italiano podían ser nostálgicos, melancólicos e incluso caer en una tristeza crepuscular o en el humor más insidioso, pero nunca se permitían la oscuridad absoluta. Sus películas eran retratos luminosos, y esa luz tenía que ver con la vivacidad de una comunidad. Pero algo ha pasado en aquel país durante las últimas décadas para que los dos autores más importantes y vigentes actualmente, Nanni Moretti y Marco Bellocchio, sean representantes de un cine que irreductiblemente camina hacia la pesadumbre, hacia el retrato descorazonado de una sociedad que ha perdido determinados valores y se consume en el caldo del materialismo. De Moretti vimos la terminal Mia madre el año pasado y ahora nos llega la oscura y tenebrosa Sangre de mi sangre, firmada por el impar Bellocchio.
Lo primero que salta a la vista en el nuevo film del director de Vincere es su audacia, aún siendo ya un octogenario que no necesitaría ser provocador o innovador. Bellocchio filma lo que quiere y como le parece, sin ataduras a una estructura convencional o a lo que determinaría el ineludible paso del tiempo: relato partido en dos, Sangre de mi sangre cuenta por un lado una historia ocurrida en el Siglo XVII en un convento (homenaje a Dreyer incluido), donde una joven acusada de brujería y de motivar el suicidio de un religioso con el que mantenía un romance, atraviesa una serie de castigos divinos con el objetivo de sacarle una confesión o demostrar su pacto con el demonio. En la segunda parte, la película salta a nuestro tiempo y sigue a un magnate ruso que quiere comprar aquel convento, ahora convertido en la ruinosa mansión de un viejo conde sospechado de ser un vampiro. Más que por intérpretes que juegan dos roles y por espacios que se repiten, no hay relaciones mayores entre las dos historias, y ni siquiera Bellocchio apura un registro unificador: si la primera parte juega con cierto horror gótico disuelto en un drama romántico, en la segunda puesta por la comedia entre absurda y grotesca, máxima concesión del director para con la herencia del cine italiano.
Claro está que si hay algo que de alguna manera justifica la presencia de dos historias en apariencia disímiles, es el tema del poder y la arbitrariedad de su impartición. Ya sea el ridículo procedimiento cristiano del comienzo o la evidencia de una sociedad fragmentaria después, en Bellocchio hay una mirada sobre cómo este proceder pragmático se lleva puesto consigo el placer y la sexualidad. Por eso el triunfo final es una bella joven desnuda elevándose, por eso un viejo vampiro -sinónimo de la sensualidad y lo sexual- es el mejor observador de la decadencia del presente. Hay un diálogo entre este personaje y un par suyo que trabaja de odontólogo que es antológico, pero mucho más lo es la forma en que Bellocchio pone en escena de manera totalmente natural algo que es definitivamente absurdo.
Seguramente que la primera historia, por sutileza, por el trabajo con la luz y por la tensión que genera, sea mucho más interesante que lo que ocurre después, jugado un poco por el lado de la farsa pero también de modo más fragmentario. También, hay que decir, es mucho más clara en función de objetivos y resultados dramáticos y argumentativos. En todo caso, son digresiones de un autor octogenario que está más preocupado por encontrar nuevas formas de contar, que por decir lo que tiene para decir. Como el vampiro de su película, uno lo imagina a Bellocchio entre las sombras mirando a su alrededor y horrorizándose con lo que ve. Pero, demiurgo como es, tiene también la capacidad de imaginar la potencial venganza de las víctimas de la represión. Porque el deseo, al fin de cuentas, es imposible de controlar y reglar institucionalmente. La humanidad que se filtra entre un sistema que es puramente técnico, como el cine.