La penúltima película del mejor director italiano en actividad es una ostensible prueba de su genio y libertad
La religión es absurda, no menos que el mundo secularizado con su reducción a pleitos de mafias y negocios; he aquí la clarividencia de Marco Bellocchio, afirmación ubicua en cada plano de este film y de sus precedentes. ¿Bellocchio nihilista? De ningún modo; el deseo se impone a la institución. En la secuencia más hermosa de Sangre de mi sangre, una mujer vence estoicamente la demencia y el escarmiento clerical paseándose desnuda como una pagana deidad erotizada después de un encierro microscópico. Esa escena es el ADN del film, acaso de todo el cine del director.
Sangre de mi sangre empieza en el siglo XVII y abruptamente continúa en nuestro siglo. El lugar es el mismo: Bobbio, pueblo natal del director. En tiempos de la Inquisición, el drama y la disimulada parodia se circunscriben a un convento. Una mujer es acusada de brujería y resulta potencial culpable del suicidio de un religioso. El hermano mellizo del desgraciado llega al claustro para resguardar su reputación y darle así una sepultura digna de un sacerdote; Benedetta deberá confesar su alianza con el demonio, de lo contrario la reprensión para quien se quita la vida es impía e imperdonable. Los tres episodios para arrancarle la confesión a la acusada son eficaces para corroborar el delirio religioso. En efecto, Bellocchio no se priva de ridiculizar los métodos de purificación, y puede hacerlo porque entiende todos los mecanismos de la creencia. Eso explica la elegancia y elocuencia de esos pasajes.
En la mitad del film, como se ha dicho, el escenario se mantendrá, pero la época será la nuestra. El convento, aparentemente, también fue una cárcel, y en la actualidad es apenas un emplazamiento en ruinas en el que se oculta un conde. Basta es su nombre, su exmujer lo busca desde hace 8 años y quizás se trate de un vampiro. ¿Bellocchio delirante? De ningún modo; su lucidez le permite enunciar que su sociedad está anclada en el delirio, como se insiste lúdicamente en una escena genial en la que un loco de la región toma la palabra. En este segmento la tragicomedia pasa por saber si un funcionario del gobierno y un millonario ruso podrán adquirir el vetusto edificio del conde Basta.
Pocos cineastas son tan libres como Bellocchio: la indeterminación del relato y sus piruetas temporales no son prácticamente nada frente a los magníficos cambios de tono que el film va transitando; las peripecias las comandan los usos de la música que trabaja sobre los planos como si se tratara de un organismo rítmico dispuesto a albergar paradojas inesperadas. Portentosa poética la de Bellocchio, que encuentra en la musicalidad el ordenamiento anímico del relato.
En este cosmorama de Italia, Bellocchio insiste en lo mismo que decía en La hora de la religión y en El director de bodas, dos películas hermanadas con esta: solamente contamos con el deseo, con ese envión libidinal que ni siquiera la teología cristiana puede conjurar. El erotismo salva, es la fe descubierta en la materia.