El pueblo argentino, por qué no el latinoamericano, vive en la problemática de las heridas abiertas. La historia política ha sido dura con ellos, y durante muchos años, desde las mismas instituciones, se pregonó el olvido como un manto de silencio, un perdón inexistente que disimulaba un mirar hacia otro lado.
Pasaron ya treinta años del regreso firme de nuestra democracia, tan anhelada durante muchos años, y sin embargo, hay temas que siguen siendo tabú. Los gobiernos militares de facto continúan en el centro de la discusión – cuando la lógica explicaría que debería haber consenso sobre el tema – y aún hoy, para muchos el callar es mejor que el expresar.
El documental de Andrea Schellemberg, Santa Lucía es una muestra abierta de este silenciamiento, y de la necesidad imperiosa de poner fin al miedo, de que por una vez, el pueblo argentino se una en una causa común.
Santa Lucía ubica como “protagonista” a Lucía Aguilar una profesora de historia que investiga la historia de los años duros en su pueblo, llamado como el título del film, ubicado en medio de la selva tucumana. Ella lleva adelante el relato recabando testimonios e información.
Pero hay algo que de inmediato llama la atención, que marcará la impronta, la mayoría de los entrevistados prefieren no hablar de ciertos temas, buscan eufemismos, ocultan, dicen no saber; y la búsqueda de información tampoco será fácil. Aun cuando hable con autoridades la información no será desbordante.
Lucía encuentra un lugar bajo la tierra, ocultado una vez entrada la democracia, y todo indica que eso fue usado como centro clandestino para torturas, y hasta sospecha que varios cuerpos se hallan ahí. Pero, otra vez, nadie parece conocer el lugar, ¿acaso serán como el avestruz que es conde la cabeza en el pozo?
Claro, hablamos de Tucumán, una de las provincias en dónde mayor fue la represión; represión que comenzó antes del ’76 como queda aquí demostrado. Sus ingenios están manchados de sangre; y parece que ahora impera el mejor no hablar de eso, quizás porque tampoco sienten un gran respaldo de las autoridades, y de un amplio sector con vinculaciones en aquella época y aún vigente.
De estructura formal, Santa Lucía, claramente, destaca más por lo que no se encuentra que por lo que hay (aunque la investigación haya servido para que se reabra la causa). El trayecto de Aguilar se sigue con interés aunque no se llegué a profundizar demasiado.
Hay sobre el final un gesto, una suerte de disculpas, que en definitiva termina convirtiéndose en lo más cercano a una declaración de principios. ¿Hasta cuándo vamos a callar? ¿Hasta cuándo se discutirá si la represión de un gobierno impuesto a la fuerza es o no válida? Es hora de avanzar.