Una bella historia italiana
En el comienzo, Nanni Moretti pone en escena su propia mirada. La imagen muestra al cineasta de espaldas con vistas a Santiago: el cielo, la cima de un macizo montañoso y la bruma que cubre una parte de la cuidad. El plano siguiente prolonga la mirada hacia la traza de un camino que separa, en el medio de la imagen, un barrio popular de otro más confortable. El título de la película también aparece en la pantalla dividido en dos: “Santiago, Italia”. Desde la coma que separa el nombre de la capital de Chile con el de su país, Moretti esboza una reflexión política sobre las divisiones y las fronteras. A partir de este momento, la película exhibe una claridad histórica inédita en el cine de su autor, resumiendo la política de Salvador Allende y el posterior golpe de estado de Pinochet con un montaje vivo y conciso entre testimonios e imágenes de archivo provenientes en su mayoría de La batalla de Chile, de Patricio Guzmán. Los extractos de entrevistas intercalados con otras imágenes ensayan una forma de narrativa común. La profunda melancolía que trasmite la película desde el tono gris del plano de apertura se resume en las últimas palabras del presidente chileno.
La mirada retrospectiva provoca un efecto dominó que se despliega en la segunda parte de la película cuando Moretti cuenta “una bella historia italiana”. En aquel momento terrible, cientos de hombres, mujeres y niños se salvaron del horror gracias al asilo de la embajada de Italia que ofreció su hospitalidad a pesar de la vigilancia y la presión de la policía y de los militares en el poder. Un muro lo suficientemente bajo como para ser saltado por una persona separaba a las calles de Santiago de este primer paso hacia un exilio político en Europa. De los archivos de este episodio poco conocido, Moretti extrae imágenes en blanco y negro que muestran los edificios y los jardines de la embajada poblados por chilenos milagrosamente rescatados. Las filmaciones amateur son simples y perturbadoras, preservadas de una tiranía que parece lejana en el tiempo, pero sobre la cual el cineasta dibuja una ventana a la Italia de hoy. El contraste es demoledor. Algunos podrán cuestionarle cierta idealización del pasado, pero Nanni Moretti asume completamente su subjetividad en una escena maravillosa en la que aparece en pantalla junto a un militar encarcelado, precisamente para afirmar: “Yo no soy imparcial”. El giro que le permite asociar cinematográficamente el Chile de 1973 con la Italia de 2019 es la licencia política y poética, nostálgica e insolente, de un humanista orgulloso.