Santiago, Italia comienza como tantos documentales sobre el breve (1970-1973) pero intenso período de gobierno de la Unidad Popular y el golpe militar que terminó con el bombardeo al Palacio de la Moneda y la muerte de Allende el 11 de septiembre. Más allá del buen uso de materiales de archivo, el sentido didáctico y los atinados testimonios (incluidos los de cineastas como Miguel Littín, Patricio Guzmán y Carmen Castillo), esos primeros minutos no van más allá de un correcto ensayo de corte casi periodístico.
Sin embargo, tras algunas imágenes e historias conmovedoras sobre los detenidos en el Estadio Nacional, la película empieza a dar un giro, un vuelco para encontrar su corazón narrativo y emocional en el activo y decisivo papel que jugó el gobierno italiano para refugiar en su embajada de Santiago a más de 250 perseguidos políticos en momentos en que otros países ya habían dejado de ayudarlos.
Varios activistas que fueron recibidos en la residencia diplomática (en muchos casos saltando una cerca a pesar de la fuerte vigilancia militar montada en las inmediaciones) y luego obtuvieron los salvoconductos para viajar a Italia cuentan sus experiencias en aquel lugar y cómo después fueron recibidos con cariño en su nueva tierra, donde unos cuantos se radicaron, se integraron y aún hoy prosiguen allí sus vidas.
Moretti aparece muy poco en cámara, pero lo hace en momentos decisivos: por ejemplo, cuando enfrenta a un represor al que entrevista en la cárcel y le dice: “Yo no soy imparcial” (ante una bravuconada provocadora del militar). En otros pasajes, se lo escucha haciendo las preguntas justas o tratando de contener a varios de los entrevistados que se quiebran con lágrimas en los ojos al recordar aquellos tiempos de sueños, ideales, represión y exilio.
Con una estructura clásica y sencilla (el eje son los testimonios a una cámara fija), Santiago, Italia va creciendo en su dimensión emocional en la acumulación, diversidad y riqueza de todas esas voces. Una construcción colectiva que permite acceder a una historia no tan conocida (el papel de la Vicaría de la Solidaridad del cardenal Raúl Silva Henríquez tuvo mucho más visibilidad), pero de tintes heroicos en medio de una dictadura que perseguía a sus enemigos a sangre y fuego.