Con la muerte en los talones
Santiago, Italia tiene dos partes diferentes que bien podrían pasar por dos películas, cada una con su mundo, con una idea del cine, cada una hablándole a un espectador distinto. La primera parte cuenta el ascenso de Allende al poder en Chile, los primeros años de gobierno, los problemas económicos, el golpe de Estado y la dictadura. Los entrevistados hablan del período alternando lo personal con lo colectivo. A Moretti se lo ve cómodo, sin probar nada, satisfecho con un abordaje de ese proceso hecho hasta el cansancio. En este segmento el director no ofrece nada nuevo: mucho material de archivo visto una y mil veces, mucha información conocida sin demasiado, ningún resquicio para cosas inéditas. Es como si todo fuera un run for cover con Moretti refugiándose en la eficacia probada de una tradición documental. Ante la seguidilla de testimonios se tiene la impresión de que la película se dirige a un público que no sabe nada del asunto o bien que quiere revivir una historia sabida. Los entrevistados hablan de frente a la cámara sin ninguna clase de artificio: la película se despoja de cualquier elemento que pudiera distraer la atención de lo que se cuenta. No hay, sin embargo, nada parecido a la neutralidad, como lo anuncia el inicio, cuando se lo ve a Moretti observando Santiago desde una terraza. El cineasta asume un punto de vista claro y lo hace de manera explícita; el plano de la terraza, de hecho, funciona bastante mejor que otro posterior en el que Moretti, después de darle la palabra a un militar preso, aparece compartiendo el encuadre con el entrevistado y diciéndole: “Yo no soy imparcial”. Un subrayado inútil que machaca una postura que ya era explícita desde el comienzo. Casi no hay una crítica de la película que no se muestre visiblemente fascinada con ese plano, aunque el momento no aporte nada y sea apenas una veleidad inconducente que se permite el director y que espera (exige) de parte del público una simpatía automática, complaciente.
El cine de Nanni Moretti fue siempre reconocible por la fluidez con la que se integraba la política con formas de contar que nada tenían que ver con el panfleto o el proselitismo: basta con ver sus primeras películas, donde el desencanto y la apatía general de los protagonistas sirve para efectuar comentarios políticos y críticas, muchas veces lanzadas contra el propio PCI y la izquierda en general. El punto más alto de esta trayectoria llega, claro, con Palombella Rosa. Había ahí una lucidez que permitía imaginar otras formas de la política por fuera de lo que habitualmente se llama cine político: lo político desbordaba el contenido y se volvía un asunto de formas, un vehículo para la inteligencia que se alimentaba del humor y de la agilidad del cuerpo. El plano junto al militar de Santiago, Italia, con su tribunerismo inmediato, solemne, es un gesto inconcebible, ajeno a ese sistema.
En la segunda parte, sin abandonar la puesta de la primera mitad, Moretti se reencuentra con su mejor versión. La presentación lineal y sumaria de las atrocidades del régimen militar estalla y deja paso a la extraordinaria historia de la embajada italiana y de su papel en el rescate y asilo de chilenos perseguidos. Seguimos en el escenario de una dictadura atroz, pero la película, liberada de los rigores expositivos previos, cambia de registro: ahora los entrevistados narran el trabajo titánico del embajador y de sus empleados; las peripecias (y las piruetas) necesarias para meterse en la embajada; la vida reensamblada, casi surrealista, de los más de doscientos refugiados en el interior del edificio. En sus mejores momentos, Santiago, Italia se transforma en algo así como una película de espionaje lúdica que no vemos pero que podemos imaginar a partir de lo que escuchamos a los entrevistados. Moretti afina el oído y abre la película a la escucha de algo nuevo que nada tienen que ver con las certezas casi escolares que se dicen en la primera mitad. Cerca del final la película encauza los testimonios hacia la solidaridad italiana y el agradecimiento de los chilenos: Moretti se instala de nuevo nuevamente a las seguridades del documental expositivo y busca un cierre emotivo. Pero el efecto producido por todo el relato anterior no se disipa: queda, como flotando, el nervio físico de los chilenos que ponen a prueba sus destrezas para saltar una pared y caer como puedan en suelo italiano; la extrañeza de la organización al interior de la embajada, que incluye raros sistemas de repartición del trabajo y de la vida en común (uno de los asilados es echado de su agrupación política por negarse a pelar papas como todos; todo esto pasa adentro del lugar); cuando se narra el hallazgo horripilante del cuerpo de una militante famosa en el patio de la embajada, una brutalidad inhumana que lleva la firma reconocible de los militares, el director construye el momento casi como si se tratara de una película de terror (imaginamos a Moretti explicando que el salvajismo del acto no puede alcanzar a pensarse desde los códigos del documental y demanda la sobreabundancia del género de horror y de sus convenciones). Tenemos, una vez más, felizmente, al mejor Moretti, el que puede hacer brotar el cine de cualquier parte sin importar si se trata solamente de una persona hablando a cámara, el director capaz de restituirle a lo político las potencias del cine y transformarlo en un lugar de pensamiento ágil, móvil, que hace crecer las ideas siguiendo el pulso del cine y del cuerpo.