Una película de Nanni Moretti es siempre esperada por el público cinéfilo y especialmente por quien escribe. Pero un documental lo es aún más teniendo en cuenta el tiempo transcurrido desde su última incursión en el género estrenada comercialmente, la podríamos datar en 1998 o 1993 si aceptamos dentro de él películas tan empapadas de lo ficcional como Aprile o Caro Diario o, ya sin ninguna duda, de 1990 cuando estrenó La cosa, sobre la re-estructuración del Partido Comunista Italiano. Santiago, Italia se encuentra claramente en la línea de este último.
Como escribí hace unos días en referencia a Lopez Torres: pintor en la llanura, es imposible ver un filme abstraído de toda la historia del cine y, particularmente, de los otros que se hayan realizado sobre la misma temática. En este caso, como sería de esperar, América Latina ha sido tremendamente profusa en relatos sobre las dictaduras que tuvo que sufrir. Desde los principios de los golpes de estado que aquejaron la región entre mediados de los años 60 y finales de los 70 gran número de documentalistas han sentido la urgencia de filmar lo que sucedía a su alrededor. Quizás el ejemplo más cabal de este caso sea el de Patricio Guzmán, quien salió junto a un camarógrafo a filmar el momento en que Pinochet bombardeaba La Moneda y donde ese mismo compañero captaría con su cámara el disparo que lo mataría. Luego vinieron los documentales hechos a posteriori, donde se buscaba ora tratar de explicar lo sucedido ora denunciar las pervivencias de un régimen en teoría acabado. Sobre lo primero contamos con la emblemática La República Perdida. Sobre lo segundo (y sobre casi todo) se encarama todavía hoy como una de las piezas más excelsas de la filmografía mundial Juan, como si nada hubiera sucedido. Finalmente, cuando los hijos de los desaparecidos tuvieron edad de comenzar a filmar, surgió una verdadera ola de documentales en primera persona de los cuales el más destacable quizás sea, por su acidez, su inconformismo y desenfreno, M, de Nicolás Prividera. Con todos estos antecedentes realizados en el continente americano, dura es la tarea del director foráneo que pretenda dar cuenta de nuestra historia o intente incluso una mirada personal sobre ella. Tal es el caso de la nueva película de Nanni Moretti.
Este prefacio tiene el propósito de explicar quizás el primer problema con el que se encuentra Santiago, Italia ante el público latinoamericano: nos cuenta, como novedad, una historia que conocemos profusamente. Entendemos, entonces, que el director está pensando en un espectador europeo o, por lo menos, no latinoamericano. En ello transcurre un tercio de la película hasta llegar a lo novedoso, o no tanto, del relato (ver, para el caso, Diario de uma busca de Flavia Castro): la embajada italiana como refugio para los perseguidos políticos. La narración se basa en cabezas parlantes con casi nula presencia del director salvo en las voces over de las preguntas. Allí radica lo mejor del filme, la pericia de Moretti como entrevistador. Sin embargo, quienes gustamos de su cine anhelamos más presencia suya en cámara y no por fetichismo de la figura del director admirado, sino que, con ello, estaría haciendo a este documental único (también podría haber aprovechado más el recurso de la voz en off). Al faltarnos eso, estamos frente a un filme más sobre la dictadura –chilena en este caso.
La impronta del director está plasmada mejor hacia el final ya que, luego de escuchar numerosos relatos sobre lo importante que fue Italia para los refugiados políticos y lo bello que era el país y su gente (¿acaso no son lo mismo?) en la década del 70, Moretti clava, al pasar, un estiletazo haciéndonos saber que ese país hermoso de otrora ya no es tal. Santiago, Italia está lejos de ser una película fallida, aunque la inocencia de un autor que habla sobre algo que no conoce en profundidad para un público bien informado transformará este documental (por lo menos para los latinoamericanos) en “una película más”.
Por Martín Miguel Pereira