Ojos de videogame
La convención de lunáticos que se juntó ayer en el Ambassador para ver la segunda proyección de Scott Pilgrim vs. the World en el festival de Mar del Plata debe tener algo que ver conmigo. En la trasnoche de un domingo lluvioso, húmedo, de neón opacado por las gotas, lo que pasaba afuera y lo que estaba en la pantalla se parecía un poco, al menos en el fosforescente sobre negro. Los que estaban ahí deben haber sido más o menos mi generación, supongo, la que aplaudió eufórica cuando aparecieron los créditos iniciales de Scott Pilgrim (¿que ya es de culto?), la verdad, super excitantes. Yo también aplaudí, me encanta aplaudir en el cine, para nada y para nadie. Lo que siguió fueron dos horas del mismo nivel de excitación sostenido casi sin bajar, a pura velocidad-comic. Pensé un rato después que esa era la película que debo haber estado esperando más o menos desde los diez años. Porque claro, de commodore para adelante, siempre jugamos, metidos en una aventura. Pero si es menos diferente imaginar la vida como cine, imaginarla como videojuego, poner la barra de energía en una esquina, el puntaje en la otra, era algo más difícil.
Y acá viene Mr. Wright para hacer su trabajo. Era la persona indicada, porque con el nivel de delirio de Shaun of the dead y la velocidad de Hot Fuzz, más Michael Cera más tres chicas de flequillos zarpados y una banda que proyecta gorilas de energía, hizo esto: una pequeña épica de videogame, la fantasía de que las grandes hazañas –las grandes que todos pudimos, ser menos tímidos, decirle a nuestra novia japonesa “no va más”, enfrentarnos a los vengadores del pasado- tome cuerpo y colores y vértigo en la pantalla. Wright convierte a sus chicos en chicos-dibujos a fuerza de alterar velocidades, de hacer zig-zag entre pantallas fijas de gestos y posturas y planos que se pisan entre ellos hasta en la manera explosiva de disparar chistes como si apretara botones. Nada que ver con Hulk, y mucho menos con la flojísima Red, adonde quedan como residuos de comic esos separadores aburridos de postal turística que van marcando el recorrido.
Que nada sea verosímil es lo menos importante, porque Scott Pilgrim es nada más –y nada menos- que la aventura de materializar en cine esa manera posible de ser cool para todos los que no pudimos, en el cuerpo desgarbado de nuestro nacido-para-comic Michael Cera, de ojos saltones y nariz filosa. Que además, y no puedo dejar de decirlo, usa la remera de Zero durante buena parte de la película. Los Smashing están apenas como cita, pero presentes en esa manera frágil de habitar el mundo como la que puede tener el que a conciencia inventa viajes espaciales y vampiros para darle forma a lo que pasa. Y lo que pasa, en la película, es que la inalcanzablemente canchera Ramona arrastra como chip una cadena de ex novios impresentables, que la semi-psycho Knives crece casi en un segundo por descubrir la fuerza que te da el rechazo, que nuestro héroe Scott (sepan que las chicas nos identificamos con el héroe varón, al menos las copadas) descubre la astucia como lo único que te puede hacer pasar de nivel cuando tenés cara de looser pero energía de street fighter.
Bueno, no sé si tengo ganas de ver otra película en el festival, me espera el indie y el cine coreano. Vengan a Mar del Plata a ver Scott Pilgrim vs. the World en fílmico, que se repite un par de veces más. Nos encontramos en el cine.