34 puñaladas.
El proyecto que Wes Craven lleva a cabo con su saga de Scream parece tutelado por el halo de una convicción que puede sonar fúnebre: eso que llamamos “género” es una pasión que habría que declarar pretérita, algo que sólo se cultiva en el presente bajo el signo de la impostura. Si el género establece un horizonte cincelado en el juego oscilante entre la previsibilidad y el punto de fuga –cuya posibilidad, también presumible, se vuelve parte indispensable del mecanismo– Craven se dedica a describir con precisión la vanidad risible que subyace en un cine que insiste en el género como si se tratara todavía de una empresa posible. Por eso Scream 4 da la sensación de que gira en el vacío, de que, por no poder escapar completamente de la tara que señala, se encuentra por momentos metida de cabeza en un agujero con las patas moviéndose en el aire.
En un movimiento insólito, el director dispone tres falsos comienzos con los que Scream 4 parece una máquina trabada, atragantada con el veneno de su propia conciencia. Los sustos en su película devienen en su mayoría en falsas alarmas, que se convierten a su vez en chistes. Craven, que tiene en su filmografía películas de culto pertenecientes al género slasher, quiere dar por terminado esa clase de cine proponiendo una maniobra cuyo barroquismo luce más vocacional que otra cosa: la enumeración no exhaustiva de antecedentes del género que se ofrece en Scream 4 va a parar al haber de citas cinéfilas con las que muchas películas actuales simulan las marcas de una inteligencia extra. Si en Craven la cinefilia pretende ser algo más, por ejemplo una señal con la que se advierte que el género no puede ser ya inocente, y que sin esa inocencia no tiene razón de ser, la cosa no aparece tan clara: debajo de todo su espesor metalingüístico, Scream 4 no se priva de proporcionar tres o cuatro escenas de asesinatos espectaculares que podrían pasar a integrar una probable antología del género. Apoyándose en su notable pericia técnica, el director es capaz de hacer surgir todo el horror posible que se desprende del aspecto físico de un cuerpo acuchillado, y es en esos momentos donde la película exhibe una especie de fe conmovedora en la solidaridad que se produce a partir de la identificación del espectador con el destino de las víctimas.
Craven, al final, no es un cínico sino un cineasta cuya inteligencia parece llevarlo a un callejón sin salida aparente. De allí las fluctuaciones de una película que parece postular el abaratamiento por repetición de sus materiales, al mismo tiempo que se vuelca con el énfasis de un creyente apasionado a producir escenas de alto impacto como si se lo estuviera haciendo por primera vez. O como si una casi olvidada frescura original pudiera ser reeditada sin lamentar la ausencia de aura alguna. De pronto, en Scream 4 advertimos que su director podrá no creer en la supervivencia del género pero parece creer en el núcleo humano de sus personajes y de su suerte. En el medio del pánico, en una secuencia que se convierte en comedia por acumulación pero que no termina nunca de ceder completamente a la risa liberadora mediante el ajuste incesante del grado de violencia, las dos mujeres que se disputan secretamente al comisario (su propia esposa y su compañera policía) se echan miradas furibundas tras las que se prometen mutuamente, sin emitir palabra, una tregua hasta que el enemigo común sea derrotado (ese omnipresente asesino cuya máscara parece tallada a partir del horror existencial presente en El grito de Munch). En momentos como esos Craven nos convence de que puede filmar cualquier cosa que se proponga: su habilidad para la disposición de los planos es aguda y su manejo de los actores es notable. En esta ocasión ha diseñado una comedia trágica de la vida mientras da muestras de su disconformidad con los géneros apelando a uno de los más codificados y mecánicos que existen. Lo que nunca acaba de hacer es de manifestarse abiertamente en contra. No era estrictamente necesario, pero la película pierde algo del aire desafiante que prometía casi como en un susurro. Todo no se puede.