La saga creada por Wes Craven hace casi tres décadas tuvo una segunda vida cuando el año pasado nuevos guionistas y directores la reciclaron para una quinta entrega. Un año después los mismos artistas regresan con una sexta parte que mantiene ciertos logros, pero también reitera algunas fórmulas en una combinación entre renovación y homenaje al espíritu original de la franquicia.
Lo que muchos elogian como hallazgos de la saga de Scream (la auto-conciencia, la auto-parodia, los auto-homenajes a la propia historia de la franquicia, los guiños cinéfilos al terror en general y al slasher en particular) con los años también se van convirtiendo en recursos repetidos y en algo parecido a una fórmula. Por supuesto, es preferible una película como esta sexta entrega elaborada con delirio y desparpajo que esos subproductos del género que llegan cada jueves a las salas argentinas con “Diablo”, “Demonio” o “Siniestro” en el título, pero la sangrienta fiesta endogámica que propone Scream también va encontrando ciertos límites.
La primera etapa de Scream tuvo cuatro películas rodadas por el gran Wes Craven (fallecido en 2015) entre 1996 y 2011 con Kevin Williamson como guionista. Y fueron los escritores James Vanderbilt y Guy Busick junto a los realizadores Matt Bettinelli-Olpin y Tyler Gillett quienes “revivieron” a Ghostface con una quinta entrega que se conoció hace justo un año. Esas dos duplas reaparecen ahora en Scream 6, que vuelve a tener como protagonistas a las medio hermanas Sam y Tara Carpenter (la mexicana Melissa Barrera y la californiana Jenna Ortega), quienes unirán fuerzas con -entre otras- la periodista Courteney Cox (una de las pocas sobrevivientes de la saga original, ya que Neve Campbell abandonó a su Sidney Prescott porque no le convencía la oferta económica) para enfrentar al asesino serial ahora por las calles de Nueva York.
No hay que pedirle a Scream 6 demasiado verosímil (nadie le acierta a Ghostface ni cuando le disparan a medio metro de distancia) porque la película exige entrar en sus códigos, aceptar sus convenciones por más ridículas que puedan ser, compartir su costado lúdico y adscribir a lo que en definitiva ya a esta altura son sus fórmulas-homenajes. Hay reverencias explícitas a Dario Argento y hay cine dentro del cine, ya que se habla incluso del concepto de “recuela”; es decir, cuando se revisita el tema de una película anterior, pero no con una nueva versión ni con una continuación lineal de (o una historia previa a) su trama como en el caso de una secuela o de una precuela. Metacine en todo su esplendor.
El resto pasa por una acumulación de escenas de buen (y no tan buen) slasher. Hay coreografías de matanzas más inspiradas que otras (la película dura 123 minutos, por lo que hay muchas) y la sensación de que, si bien Vanderbilt y Busick + Bettinelli-Olpin y Gillett lograron insuflarle nuevos aires al asunto, dos películas en el lapso de un año pueden resultar demasiado incluso para los fans más entusiastas de la franquicia.