En su adiós al cine como director, Hayao Miyazaki, creador de “El viaje de Chihiro” y “El increíble castillo vagabundo” (pero también de esa obra maestra total llamada “Mi vecino Totoro”, busque y vea) optó por dejar de lado la fantasía pura y dibujar un film realista. Es la historia de un joven enamorado de las máquinas que vuelan y que se dedicará a diseñarlas, y se basa en la historia real del hombre que diseñó los Zero, esos caza que emplearon los kamikaze. El film muestra las contradicciones del Japón de principios del siglo XX y sus tragedias, desde el gran terremoto de 1923 –pintado con una maestría fenomenal– hasta los desastres de la Segunda Guerra o el enfrentamiento con Corea. Miyazaki plantea el problema del soñador utópico cuyos sueños abastecen la violencia de un imperio, y es absolutamente crítico de ese estado de cosas. Pero también, en un acto de reflexión sobre sí mismo, plantea los riesgos de dejarse llevar por las obsesiones más allá de todo. Hay en el film una bella y triste historia de amor, de esas que el cine ya no cuenta, que acerca lo que vemos al melodrama. Como el maestro que es, Miyazaki no utiliza trazos de más, no recarga las tintas donde no debe y mantiene como norte la belleza, pero una belleza con sentido expresivo y nunca meramente decorativa. Casi una confesión, seguro un adiós, su última película es una obra maestra compleja en ideas y límpida en forma. Atención: no es un entretenimiento animado para niños; de diez años –y chicos con ganas de ver cine– en adelante.