Un prometedor último vuelo
Es el más grande de todos los animadores de las últimas décadas, viene de Japón, probablemente se ha despedido con esta elegía heterodoxa y nos quedarán de él esos mundos que dibujó y a los que dio movimiento. ¿Cómo olvidar los entes animados de La princesa Mononoke, el amable fantasma y el dragón blanco de Las aventuras de Chihiro o el gigante silencioso de El castillo en el cielo?
La última película no se parece mucho al resto de sus títulos, pues aquí la emancipación de la imaginación está acotada a los sueños de su protagonista: el ingeniero aeronáutico Jiro Horikoshi. En cierta forma, El viento se levanta, título inspirado en una sentencia del poeta francés Paul Valéry, es un biopic difuso de Horikoshi, cuyo lirismo científico acerca de las naves que desafían la fuerza de la gravedad tuvo en su aplicación concreta consecuencias militares poco felices; la más conocida, el diseño de los aviones que se hicieron célebres en el ataque japonés a la base de Pearl Harbour.
El antimilitarismo de Miyazaki, no obstante, sigue en pie, más allá de los hechos inalterables de la vida del ingeniero, pues desde un inicio hay varias secuencias que refuerzan su repudio. Si aquí hay un problema de fondo, pasa por la mistificación de la historia japonesa, ya que en el filme se insinúa que los japoneses son víctimas de los alemanes y no socios. El personaje puede ser “miope”, no así Miyazaki.
El realismo biográfico impone aquí una línea recta: Jiro como niño, estudiante y adulto, pero siempre con un sueño: volar, y sobre todo hacer volar. Hay una secuencia maravillosa en la que Miyazaki materializa el esfuerzo mental de Jiro por entender un mecanismo que falla en un avión a través de un fundido perfecto.
Hay otras escenas visualmente notables, a menudo anticipadas –como suele suceder en el animé y en especial en Miyazaki– a partir del movimiento de las nubes y su coloración, signo que anuncia un cambio relevante. Es la gestualidad estética de una tradición, tal vez no muy lejos de los movimientos mínimos de una mano en el teatro No japonés que hacen aparecer una montaña, la lluvia o una laguna en la imaginación de la audiencia. Como sea, las panorámicas animadas de Miyazaki son tan majestuosas como irrepetibles.
La imprecisión histórica del lugar de Japón en la Historia universal, o acaso la conveniente reescritura de la historia del ingeniero y de su país en las cuatro primeras décadas del siglo XX, se ve neutralizada aquí por una historia de amor, tal vez demasiado pura, pero no por eso menos conmovedora.
Jiro y su futura amada se conocen en un accidente ocasionado por un terremoto (o quizás algo peor que una catástrofe natural). Más tarde, se reencontrarán y se amarán. Ella padece tuberculosis, y de esta afección se predicará un acto final de una hermosura contundente.
El viento se levanta despega en serio cada vez que su trama gravita sobre el matrimonio de Horikoshi. Véase toda la secuencia que tiene lugar a propósito de un paraguas. Exaltación legítima del arte de un genio, que también se percibe en los sueños de Jiro cuando dialoga con la figura que inspira su vocación científica: Giovanni Caproni.
Para los fieles acríticos de Miyazaki, acaso el líder de una fe universal cimentada en el animé, se tratará de una nueva maravilla del sumo sacerdote. Para el no creyente admirador del maestro japonés El viento se levanta es una última película que, si bien no es un remedo de su genio, tampoco representa el crepúsculo perfecto de su maestría.