George Clooney, identificado como actor y director con la oposición cultural y política americana en los mandatos de Bush, se encuentra hoy entre los decepcionados con el partido demócrata y decide poner el foco en las miserias del proceso para las elecciones primarias. La intención es claramente crítica, pero la narración no es lo bastante virulenta como para inquietar a nadie. Lo mismo ocurre con el chantaje endeble que forma el nudo de la intriga. La película no profundiza en el aparato de campaña ni en las construcciones políticas internas y se pierde en una nebulosa de anécdotas superficiales. Secretos de Estado sólo se concentra en el equipo de comunicación compuesto esencialmente por un director de campaña y su ayudante: un joven prodigio de barba seductora y dientes afilados que, al igual que la película, no llegan a ser corrosivos.
Clooney se reserva el papel del candidato: un hombre de principios, laico y pacifista, como sueñan los intelectuales liberales americanos. El personaje, cuya integridad tambalea por los cálculos electorales, está demasiado ausente de las escenas centrales. Desde la idea de duelo permanente hasta el dinero que necesita la pasante, los roles resultan poco convincentes para una película que pretende ser realista. El conjunto es desordenado, mal resumido y mal montado. A la disolución de ideas en la estrategia electoral corresponde la evaporación de todo lo que está en juego a nivel de puesta en escena (basada en el plano y contraplano), signando la imposibilidad de una película política. El director parece condicionado por el fantasma de un cine que no puede reproducir por falta de escritura y ritmo. Secretos de Estado es un thriller político sin envergadura, que confirma que la ficción de izquierda americana es incapaz de remover el cuchillo en la herida como sus maestros de los años setenta.