La cocina de la política
En el nuevo film dirigido y coescrito por Clooney todo aparece teñido del más puro y maquiavélico pragmatismo. Pero en ese juego de lealtades y traiciones, la mirada del director no es moralizante.
Para los romanos, los idus de marzo (los días de mediados de ese mes) eran época de buenos augurios. Pero desde que una conspiración terminó con la vida de Julio César, durante los idus de marzo del año 44 a.C., la fecha pasó a representar, en términos políticos al menos, lo contrario de lo que míticamente había significado. Apropiadísimo suena entonces el cambio de título que George Clooney y los suyos practicaron sobre Farragut North, obra en la que The Ides of March se inspira. Desde ya que la referencia se pierde ante el título mucho más neutro y descriptivo con que el nuevo film dirigido y coescrito por Clooney se estrena en Argentina, tras haber sido parte de la competencia oficial en la última edición de Venecia. Algo así como una versión amplificada de El estudiante (lo que allí era política universitaria aquí es la alta política de la nación que aún rige los destinos del mundo), Secretos de Estado es más decididamente pesimista que la película de Santiago Mitre. En medio de su trama de transas, trampas y traiciones, aquélla guardaba aún un último recodo para los ideales, mientras que en el film de Clooney todo aparece teñido del más puro, maquiavélico pragmatismo. Sin embargo –eso es lo interesante–, Clooney no mira ese mundo con el dedo levantado de la condena. Lo hace desde la nada ingenua presunción de que la mejor política posible no consiste tal vez en no ensuciarse las manos, sino en ver qué hacer con esas manos sucias.
La escena de presentación es notable, por un montón de razones concurrentes. En primer término, permite entrar a la película (a la política) a través de un espacio de representación, el del teatro, donde tendrá lugar un acto de campaña. En segunda instancia, al no transcurrir durante el acto sino en su instancia de preparación, está recordando que un evento político es un fenómeno de diseño antes que un acto de comunicación espontánea. Por otra parte, introduce el que será el espacio de representación de la película toda: la cocina, el entretelón, el detrás de escena. No sólo eso, sino que al poner en su boca el que será el discurso de su jefe, presenta el lugar que el protagonista ocupa dentro de la jerarquía política: el de un segundón, literalmente un vocero. Algo semejante al muñeco del ventrílocuo. Finalmente, esa escena de apertura prefigura la que será su reverso exacto, la escena de cierre. Secretos de Estado es, como El estudiante, la historia de una iniciación, una carrera ascendente, una ganancia y una pérdida.
En la jerarquía de campaña de Mike Morris, gobernador de Pennsilvania y candidato a la presidencia por el Partido Demócrata (Clooney), Stephen Meyers (Ryan Gosling) es el segundo del jefe de campaña, Paul Zara (un temible Philip Seymour Hoffman). El espectador tal vez crea ver en Meyers un muchacho ambicioso pero todavía algo tierno. No es lo que ve en él el muy curtido Tom Duffy (Paul Giamatti), jefe de campaña del rival, quien elogia su brillantez. De hecho le ofrece pasarse de bando, anunciándole que el “halcón” con el que la gente de Morris contaba para ganar el estado de Ohio está con ellos. De ser así, el candidato demócrata no va a ser Morris, sino su rival. Meyers duda, lo piensa, se debate entre la lealtad y la conveniencia, se reúne con Duffy. Una subtrama paralela pone a Meyers en relación con Molly, algo así como una “pinche” en la estructura de campaña de Morris (Evan Rachel Wood). Pero las paralelas van a cruzarse y la pérdida de inocencia será por partida doble: en el terreno personal y en el político. Es sólo el comienzo de un baile de máscaras en el que todos los roles van a mutar despiadadamente, cobrándose la vida de la pieza más débil y poniendo patas arriba las relaciones de poder existentes.
Secretos de Estado confirma a Clooney como un cineasta de infrecuente claridad, solidez e inteligencia. El guión es redondo, el elenco extraordinario (Gosling, Seymour Hoffman y Giamatti están memorables), los diálogos parecen escritos por un Billy Wilder del maquiavelismo, la puesta en escena es práctica, precisa y sugerente. Ver por ejemplo el modo, digno de los clásicos, con que sin subrayados de por medio la puesta se llena de sombras, en la misma medida en que la historia lo hace. Las reuniones en despachos cerrados, la oscuridad cada vez más cerrada, las ofertas “que no se pueden rechazar”, el juego de lealtades y traiciones, el acceso del menos pensado al extremo de la pirámide, la referencia final al titiritero y el muñeco, la expresión vaciada y las mandíbulas apretadas del poderoso en la escena de cierre: todo recuerda al ascenso de Michael Corleone en El padrino. Allí el poder absoluto corrompía, como aquí, absolutamente, y ni el propio realizador se sabía a salvo de ello.