Una película contra otra
Para empezar, hay que decir que la película tiene ritmo veloz, tiene suspenso político, tiene un muy buen comienzo ¿quién ganará las primarias demócratas? ¿quién logrará la alianza con el tercero en cuestión? ¿qué asesor dirá la frase más inteligente? Esa zona de la película, concentrada en su primera mitad, apoya su innegable eficacia en tres pilares. Uno son los diálogos “pingponeros”: ataques y contrataques astutos, rápidos, que suenan como una percusión ágil, liviana. Otro son los actores, sobre todo Philip Seymour Hoffman (con su decir un poco cansado, un poco obeso, un poco fastidiado, un poco de vuelta de todo), Paul Giamatti (que pone toda su depresión física, sus hombros vencidos y su rictus de desagrado al servicio de un personaje cínico), Marisa Tomei (que siempre tiene chispa y vivacidad roedoras) y Ryan Gosling (en esa primera parte, cuando le dicen que puede divertirse). El tercer pilar es múltiple, y tiene que ver con el “look”: los actores se mueven velozmente, o hablan velozmente, como flechas con dirección clara, y el vestuario de campaña política (o de película de campaña política) en invierno en Estados Unidos es atractivo, y en Hollywood incluye sobretodos a medida, que son muy fotogénicos.
Hasta ahí, viene bien. Pero. PERO. Pero a alguien se le ocurrió que había que ponerle un conflicto graaave al asunto. Y ahí vamos. A Gosling le deben haber dicho: a partir de ahora, la cara ya no es relajada y canchera sino grave y apesadumbrada. Y ahí va Gosling, que es un actor que actúa. No es malo para actuar, pero es un actor que actúa y se nota que actúa. No es como Matt Damon, que parece fluir naturalmente, hacerse uno con la película (comparen este asesor político de Gosling con el feliz y cinético político de Damon en Agentes del destino). Gosling no respira cine, respira actuación y eso, para el cine, no es lo mismo. Volvamos al conflicto graaave. O más bien a la idea de presentarlo como graaave. No les voy a contar cuál es, se van a dar cuenta porque a partir de ese momento –en el que todavía no pasó nada realmente graaave– Gosling cambia la cara y le tiran sombra y le tiran música recontra graaave (lo del exceso de música y del tono de la música de la secuencia después del llamado a las dos y pico de la mañana es realmente asombroso, subraya tanto que se rompe la hoja). Desde ese punto hasta el final, la película se va encorsetando para trabajar más y más sobre el dilema moral y el fin de la supuesta inocencia para que salgamos diciendo “ah, qué sucia la política” (y, sinceramente, aquello ante lo que se escandaliza la película es apenas un jarabe para la tos comparado con el whisky político habitual). Para llegar a describir su podredumbre, a la película no le importan cuestiones de notable inverosimilitud (en un film que se las da de realista porque la realidad es así de corrupta, ¿vio?), como que el personaje de Gosling no tenga casi nada de plata en su cuenta bancaria, para así tener que pedir la caja chica de la campaña (dato que no va absolutamente a ningún lado narrativamente hablando). La película del Clooney bueno (el de las comedias, el que actúa con facilidad, el que mira con ironía no exenta de oscuridad) al final se convierte en la del Clooney sermonero y cariacontecido (el de El ocaso de un asesino, el de esa cosa horrible llamada Michael Clayton). Como el afiche con la tapa de Time, Secretos de estado está partida al medio.