Cuando la memoria duele
En las catacumbas de lo que hoy es el paraíso de consumo de la alta clase media vernácula, funcionó un centro clandestino de detención.
“Allí donde la toques, la memoria duele”, reza la cita del griego Yorgos Seferis elegida por los directores Oriana Castro y Nicolás Martínez Zemborain para ilustrar la placa inicial de Segundo subsuelo. Al fotógrafo portugués Arthur Santana le llegó el momento de tocarla cuando menos lo esperaba; esto es, en medio de una jornada de trabajo que pintaba igual a tantas otras. Aquel día de 1987 estaba en las entrañas del que por entonces se llamaba Edificio del Pacífico para rodar junto a Fito Páez el videoclip de Ciudad de pobres corazones, hasta que los dibujos formados por las cerámicas del piso lo trasladaron a otro tiempo. Un tiempo atroz, oscurísimo, de libertades cercenadas y en el que el sonido de la muerte y el olor a pis lo invadían todo. Unos años después, con la llegada de la convertibilidad y el furor por las primeras marcas, aquella mole se convertiría en la Galerias Pacífico. Y Santana, en uno de los pocos testigos de lo sucedido allí durante la última dictadura militar, cuando varios metros bajo tierra funcionaba un centro clandestino de detención.
Pero, ¿cómo es posible que en el subsuelo de lo que hoy es el paraíso de consumo de la aristocracia porteña se haya montado lo más parecido al infierno en la Tierra? Porque desde 1973, mucho antes de ser el shopping que es hoy, aquel edificio levantado a fines del siglo XIX fue sede de la Superintendencia de la Policía Ferroviaria y la de Coordinación Federal. Lo que no terminó de saberse es si quienes recalaron allí entre 1976 y 1983 lo hicieron por la voluntad de esas dependencias o como consecuencia del trabajo mancomunado entre las distintas fuerzas. Sin embargo, a Castro y Martínez Zemborain le interesa menos el entramado político-policial-militar que la sucesión de hechos fortuitos que desencadenó el descubrimiento, el pormenorizado análisis de la mano de los involucrados directos y la encomiable búsqueda de Justicia por parte de las víctimas y quienes las sobrevivieron. Víctimas que en muchos casos no saben dónde ni cuánto tiempo estuvieron detenidas, dificultado la identificación de los lugares.
Así como se va armando un rompecabezas mediante retazos de recuerdos de olores y sensaciones, Segundo subsuelo se arma a la manera de un mosaico, con piezas cuyo sentido recién se avizora sobre el Ecuador del metraje. La dupla elige comenzar la película mostrando a Santana en un supermercado primero y en su casa cocinando después, y continúa con un relato a cámara sobre cómo y dónde fue “chupado”. Falta el quién, algo que ni él ni nadie conoce. La palabra del abogado especialista en Derechos Humanos y periodista Pablo Llonto, quien representa a familiares de desaparecidos en varias causas penales, permite suponer un rumbo que el testimonio posterior del juez Daniel Rafecas, cuyo juzgado investiga, desde 2004, las violaciones a los DD. HH. ocurridas durante la dictadura, no hará más que confirmar.
Toda esa larga introducción funciona a modo de contextualización en tiempo y espacio. Mejor dicho, en dos tiempos (los ’70 y la actualidad) y un mismo espacio. Quien articula ambas temporalidades es el arquitecto que se encargó de la remodelación del edificio previo a la inauguración del shopping. Allí, además de objetos históricos, se encontraron paredes escritas con fechas y nombres, en lo que fue la primera pista concreta de la barbarie. A contramano del 90 por ciento de las películas que abordan el periodo más nefasto de la historia argentina, aquí el punto de vista es una derivación de la información y no al revés. Alrededor de esa ligazón directa entre la subjetividad de quienes filman y la realidad de los datos se construye el núcleo más jugoso de una película que va de lo general a lo particular, del horror sistémico a la experiencia personal de un Santana marcado por esas heridas que, más de 40 años después, siguen tan abiertas como el primer día.