Las Galerias Pacífico esconden un secreto bien adentro de sus entrañas. Antes de ser uno de los centros comerciales más aristocráticos de la Ciudad de Buenos Aires, la construcción céntrica, que data da fines del siglo XIX y originalmente se llamaba Edificio del Pacífico, perteneció a la Superintendencia de la Policía Ferroviaria y la de Coordinación Federal, y durante la dictadura albergó un centro clandestino de detención por donde pasaron cientos de personas. Entre ellas, el fotógrafo portugués Arthur Santana.
Estrenado en el Festival de Mar del Plata del año pasado, Segundo subsuelo tiene un comienzo distinto al de la mayoría de los documentales que abordan el periodo más oscuro de la historia argentina. Las primeras escenas siguen a Santana en el supermercado y en su casa, para recién después mostrarlo frente a cámara narrando las penurias sufridas durante su detención ilegal. Santana nunca supo dónde había estado, hasta que, filmando junto a Fito Páez el videoclip de Ciudad de pobres corazones en uno de los subsuelos de lo que luego serían las Galerias Pacífico, los dibujos formados por las cerámicas del piso lo remitieron inmediatamente a aquella experiencia.
A los realizadores Oriana Castro y Nicolás Martínez Zemborain les interesa menos el entramado político-policial-militar de la época que la sucesión de hechos fortuitos que desencadenó el descubrimiento, el pormenorizado análisis de la mano de los involucrados directos y la encomiable búsqueda de Justicia por parte de las víctimas y quienes las sobrevivieron. Allí están, entre otros, los testimonios del abogado especialista en Derechos Humanos y periodista Pablo Llonto, quien representa a familiares de desaparecidos en varias causas penales, y del juez Daniel Rafecas, cuyo juzgado investiga, desde 2004, las violaciones a los DD.HH. ocurridas durante la dictadura.
Segundo subsuelo es de esos documentales que no sacan conclusiones sino que construyen un entramado de datos que dejan la interpretación atada a la subjetividad del espectador. Por momentos demoledora y siempre distanciada de la voluntad de golpear por debajo del cinturón, la película de Castro y Martínez Zemborain alumbra un hecho poco conocido de la dictadura militar con respeto, sensibilidad y, sobre todo, a través del lenguaje propio del cine.