El juego de la política alrededor del racismo
Sí, Selma: el poder de un sueño es la que este año representa a los negros en el Oscar, esta vez hecha por los mismos negros con carácter militante (de ahí las polémicas un poco ridículas que se generaron alrededor de las pocas nominaciones que obtuvo) y no por blancos como Steven Spielberg y su Lincoln. Sí, Selma: el poder de un sueño es otra película que retrata un hecho histórico y lo hace sin mayor cariño por la imagen, depositando todo el peso en las palabras y en lo supuestamente real del asunto: uno no debería dudar de lo que se está viendo. Pero Selma: el poder de un sueño, de Ava DuVernay, es también una película que encuentra en buena parte de su recorrido un tono medido que la aleja de los discursos altisonantes, de la estampita para la posteridad, y se preocupa por construir personajes con matices. La ambigüedad en un relato pretendidamente histórico es siempre algo bienvenido.
Ojo, el comienzo no es prometedor. Hay un atentado donde mueren cuatro niñas que es filmado con puro placer esteticista, y sin preocupación en aquello que integra la imagen y su simbolismo. Y una escena donde le rechazan el derecho a una ciudadana negra a inscribirse para votar, recuerda al más sensacionalista cine de denuncia, ese donde prima el tema por sobre el cine. Pero atravesado ese asunto, y metido de lleno en la experiencia de Martin Luther King Jr. y la organización de una serie de marchas pacíficas por las calles de Alabama -y cómo eso impactó en su vida marital-, enfrentándose a la represión de las fuerzas policiales, la película llega a construir un registro mucho menos efectista y más centrado en la lucha de poderes y el fascinante juego de la política. Idas y vueltas que se dan tanto con el Estado norteamericano, representado por el presidente Johnson, como también entre las propias agrupaciones de defensa de los derechos de los ciudadanos afroamericanos.
Durante más de una hora, Selma: el poder de un sueño escapa a todo lo que uno puede esperar de estos dramas basados en hechos reales que buscan premios. La actuación de Oyelowo, por ejemplo, es mimética allí en los discursos públicos, enérgica -incluso-, donde debe ser como definición iconográfica, pero entiende al personaje como alguien con dobleces y por eso en las escenas interiores, hogareñas, lo encuentran con un registro introspectivo. El Johnson de Tom Wilkinson tiene una evidente pátina satírica (el diálogo con Hoover es sencillamente desopilante), recreando la figura del mandatario como un bufón cortesano que acciona en función de estímulos externos que determinan sus motivaciones. Es durante toda esa primera parte, que Selma: el poder de un sueño se erige como un drama que no entiende el biopic como un recitado enciclopédico, sino como la posibilidad de leer un determinado tiempo, de interpretarlo y decodificarlo. Así como lo hizo Spielberg en Lincoln, DuVernay muestra la nobleza del protagonista, pero también los intereses y contradicciones que se imbricaban en su interior: el King de la película persigue objetivos necesarios e incuestionables, pero no escatima a la posibilidad de manipular el poder, ni tampoco a los medios, ni de aprovechar el impacto que una golpiza policial transmitida a todos los hogares por la televisión puede generar a su favor. Hay constantemente en la película un tira y afloje entre sectores activos y pasivos. Obviamente la película lleva a la figura de King Jr. como estandarte y no a Malcolm X, así que ya sabemos de qué lado terminará arrojando la moneda. Pero es justo señalar que muestra aquello que otros tal vez no mostrarían, sobre todo en el marco de un film militante y que busca crear conciencia como este.
Lo que se extraña en Selma: el poder de un sueño es, sí, un mayor vuelo visual. DuVernay parece mucho más preocupada por el discurso que por cómo puede contar eso que cuenta, y pierde en el camino la gran oportunidad de hacer un film memorable y más complejo. Por el contrario, nos encontramos con un correcto telefilm destinado al consumo en escuelas primarias para clases de historia, que incluso cuando quiere sofisticar aspectos visuales incurre en algunas deshonestidades como aquellas cuatro niñas volando por los aires y en cámara lenta: es curioso, porque cuando falla es casi siempre en las escenas violentas, dejando entrever cierta búsqueda sensacionalista poco noble. Y además hay que decir que si durante buena parte del relato se escapó a los discursos altisonantes, en su última media hora no puede dejar de caer en instancias melodramáticas excesivas, en poner todo en voz más alta, en subir el volumen de la música y concluir con un discurso motivacional. Ahí es donde todo se desmadra. Igualmente, Selma: el poder de un sueño ya había cumplido con lo suyo y nos había desarrollado una hora y media del más fascinante juego de la política.