Darín y diez más
La repetida fórmula futbolística no da resultados. Ni en el fútbol ni en el cine. Séptimo es una clara muestra de lo escaso que resulta la presencia de uno de los actores más convocante del cine hispanoparlante para sostener una película.
Sebastián es un abogado corporativo, empleado de un gran estudio y a cargo de una compleja causa con ribetes políticos. Antes de concurrir a la audiencia más importante, va a buscar a sus hijos, que viven con su ex esposa, para llevarlos al colegio. Ella es española y quiere regresar a su país con los niños. Él prefiere que se queden y reconstituir el matrimonio. Al salir de la casa practica con los niños un juego que los hace cómplices frente a la madre: mientras Sebastián baja por el ascensor, sus hijos bajan corriendo por las escaleras. Gana quien llegue primero a la planta baja. En esta ocasión los niños no llegarán a bajar todos los pisos. Nadie sabe dónde están. Nunca han salido del edificio. A partir de allí todo será angustia por el paradero de los niños, la tensión en el matrimonio desavenido y las sospechas múltiples.
La presentación de los personajes y la trama, aun cuando suena acartonada, cumple con caracterizar a los personajes, las relaciones y las tensiones entre ellos. De algún modo Séptimo podría remitirnos inmediatamente a policiales de encierro como El misterio del cuarto amarillo, aun cuando aquí el encierro no es tal. Si bien el espacio de la intriga está limitado al edificio, esto nunca termina de ser afirmado. De ese modo las dudas se multiplican.
A partir de la presentación de la situación de misterio y angustia todo lo que ocurre en la película es inverosímil. El abogado astuto que puede manejar causas de corrupción política y no relaciona el posible secuestro con esa situación. La policía pone un puesto en la puerta del edificio pero no atina a revisar cada rincón del mismo. El protagonista que no revela ante la presión a la que es sometido por sus jefes cual es la situación que está viviendo. Una situación tensa con el propio dueño del estudio jurídico en el que trabaja Sebastián se resuelve de un modo ridículo. El abogado que desconoce la legalidad de un trámite como la certificación de una firma, que es clave para la resolución del filme. Ni hablar del modo en que se resuelve el misterio, que para no revelar la trama no explicaremos aquí.
El director centra toda la narración en un par de datos y un permanente vértigo de la cámara, el montaje y la música incidental. Como si todo lo necesario para un buen policial fuera apenas un misterio atractivo y un actor con las condiciones para “ponérselo al hombro”. Los personajes están dibujados con trazos gruesos, los sospechosos posibles son pocos y en ningún momento la trama los ubica de uno u otro lado de la sospecha. Nunca se profundizan los perfiles de cada uno de ellos, la relación con la trama político-judicial, ni las personalidades de los padres. Todo termina sustentándose en el muy buen trabajo de Darín y planos cortos y desprolijos. Finalmente la resolución es elemental. Todo se desarrolla linealmente, como si la situación implicada pudiera solucionarse en unos pocos movimientos. En torno a esta grave trama policial – familiar lo más complejo parece ser el tránsito porteño.
Darín vuelve a demostrar su capacidad como actor y soporta la totalidad de la narración con su trabajo. Pero con eso no alcanza para darle a la película mayor tensión e interés que el que la idea original aporta. El guion no logra articular elementos centrales de un policial de este tipo como lo que cada personaje oculta, los vínculos, las dudas que todos, incluso el propio protagonista, deberían dejar expuestas para la vacilación del espectador. Y eso que no está en el guion, el realizador no fue capaz de compensarlo con su trabajo de puesta en escena, pues sus decisiones simplifican aún más lo que ya es sencillo.