La idea de Séptimo es brillante. Un tipo juega una carrera con sus hijos: él baja por el ascensor, ellos por la escalera. Ya en la planta baja, apremiado por el tiempo y sus preocupaciones laborales, los niños no aparecen.
Pero Séptimo termina enroscada en su propio laberinto. De entrada parecía complicado sostener una película entera con esa única premisa durante hora y media de rodaje. Entonces comienza a sumar elementos para el despiste, para dar vueltas una y otra vez a las sospechas, pero se diluyen de a una, en un guion poco consistente.
Ricardo Darín en el rol de Sebastián, un abogado que pronto deja su profesión a un lado para convertirse en un padre preocupado y desesperado, no logra esta vez sostener la intensidad del relato con su interpretación. Sin demasiados matices, Sebastián está presente en el 100 por ciento del relato, quizás una necesidad de sobreexponer su talento ante la falta de otros recursos.
Aunque al principio cuesta sintonizar con él por cierta apatía con la situación, después cuesta sintonizar por cierta sobreactuación: su actitud no resulta convincente en semejante situación extrema, con una sorprendente falta de registros que vienen de la mano de una dirección que se queda a mitad de camino.
Belén Rueda, como Delia, su exesposa que quiere llevarse a los hijos del país pese a la resistencia de Sebastián, tampoco consigue lucirse y ni siquiera emular sus papeles escalofriantes del buen cine de terror español.
Todos los protagonistas miran mucho y hablan poco; no hay acción ni siquiera en la inacción. Las pistas, puestas para despistar, así como entran desaparecen y aunque al final se logra dar un cierre interesante, nunca mueve el amperímetro de las palpitaciones del espectador.
Para un thriller argentino, Séptimo es una buena aproximación a un género al que estamos poco habituados. Pero no tiene siquiera los recursos de las grandes series policiales de hoy, con buena acción y sobre todo tensión, sorpresas contundentes, actuaciones descollantes. Aquí no se transmite ni drama ni adrenalina, más allá de que la idea inquietante de perder a un hijo sea la peor pesadilla de cualquier padre.
Desde el guion se perciben los insalvables baches en los que cae la película cada tantos minutos, y donde cae también cierta lógica y la verosimilitud y con ellos el interés.
Vale la pena verla, pero no hay que ir con tantas intenciones, porque el tráiler es mucho mejor que el resultado final.