El séptimo círculo
Séptimo es una calamidad del cine pero probablemente no del negocio del cine. La coproducción entre España y la Argentina pone a uno de estos directores españoles nuevos, llenos de entusiasmo y ganas de dar el salto a Hollywood (que no es de color dorado sino verde). Uno ve quién actúa en la película y enseguida se imagina, por lo menos, el disfrute modesto proporcionado por la cara de perro viejo de Darín, su cansancio eterno –aunque no es el caso, hasta cuando hace de canchero el actor argentino parece necesitar urgente una temporada de vacaciones–, y por la presencia de la buenaza de Belén Rueda, capaz de hacer encajar todo el sufrimiento del mundo en el hueco mágico de sus tetas tuneadas. No vamos a entrar en detalles que serían un auténtico engorro, pero así como el argumento pretende que se monte un operativo monumental para obtener un resultado al que se podría arribar por medios menos aparatosos, Séptimo parece diseñada para lograr la mínima satisfacción en el terreno del cine con el máximo esfuerzo en la producción. Con buena voluntad, la película puede sostener una tensión no del todo desdeñable durante algunos minutos mediante la incógnita acerca de la identidad de los secuestradores de los hijos de la pareja, en el transcurso de los cuales Darín corre, transpira como un cerdo, se desgañita discutiendo al teléfono con sus empleadores, se muere de miedo y desespera, porque el tiempo lo corre y no perdona: todo un arsenal manierista de la vieja escuela que el actor sabe desplegar con gracia y suficiencia. Pero el efecto acumulativo de las flaquezas del guión y la rutina de manual de la puesta en escena –las vistas aéreas para establecer apresuradamente un look urbano, los planos y contraplanos, la música más bien fea, menos tolerable cuanto más invasiva se vuelve– hacen descender con rapidez la calidad de la experiencia que representa la película, siempre a pesar del esfuerzo de sus simpáticos intérpretes. En realidad Séptimo no es otra cosa que un thriller sin corazón, que no puede evitar hacer agua aun dentro de los límites de su propio juego. Incluso, cada tanto, en medio de la torpeza y la falta de imaginación generales que son su marca de fábrica, uno puede llegar a fantasear a propósito de cómo podría haber sido tal o cual escena con un par de toques, un arreglito ahí, el agregado de un detalle más o menos salvador allá. En ese sentido no se puede negar que Séptimo es generosa en la exhibición de sus falencias, un muestrario formidable de equívocos desperdigados sobre esa superficie pantanosa que constituye la industria de un cine global, sin mayor aspiración que la de cerrar un negocio efectivo con la menor contraprestación posible: Séptimo es uno de los escalones menos honrosos en la idea del cine como un episodio de la especulación financiera.