Convencional retrato de una mujer extraordinaria.
Seraphine Louis o Seraphine de Senlis, como se la conoció después de su muerte, en 1942, era una mujer que pintaba. Esta es, en primera instancia, la manera en que Martin Provost decide articular el relato sobre su vida. Porque aun pudiendo acrecentar recursos melodramáticos, resaltando la historia de la mujer pobre que friega las suciedades ajenas y sufre durante el día, mientras que a la noche despliega su arte magistral, el director prefiere contar esto mismo, priorizando la identidad de Seraphine como una mujer sencilla, algo extraña, en especial por su sensible contacto con la naturaleza. Mujer sencilla así descripta, que a la noche pinta por su propio y puro placer. (Anticipo que este inicial planteo narrativo irá perdiéndose a medida que avance el relato).
Al evitar centrar la narración en la tradicional idea del artista brillante y loco, que pugna entre el ajuste a lo social y su vuelo personal, que lo enajena del resto del mundo, la película sorprende al comienzo. Seraphine es una mujer con una fuerte personalidad y un deseo intenso. Con una sensibilidad asentada en la relación epidérmica con lo natural, lo que le permite encontrar en esa vegetación su paleta pictórica. Con un cuerpo dado a las sensaciones táctiles. Descubiertas sus pinturas, modernas para esa segunda década del siglo XX, por un marchand alemán, William Uhde, ella comenzará a construirse a sí misma como una pintora, en un sentido más convencional. Y la propuesta del realizador también tomará este tono. La historia del mundo entre 1914 y 1933, con una guerra mundial y la crisis del ’29, más la historia de su misticismo creciente, marcarán el camino de esta mujer tan particular, y a la vez tan cercana al estereotipo del artista enajenado (y el director parecerá elegir más este carácter, que sus particularidades).
La película está sostenida especialmente por la actuación insoslayable de Yolande Moreau. El trabajo de esta actriz es intenso, comprometido, profundo. El interior complejo de esta mujer empujada a la pintura por una señal mística, parece reflejarse en los ojos de la corpulenta Moreau. Su cuerpo, pesado, torpe, incómodo incluso para los otros, marca el desarrollo de la vida de Séraphine. Sin este trabajo, la película sería probablemente menos que mediocre.
Los problemas centrales de la realización están en los convencionalismos asumidos por el director, copiando un modelo que cuenta la vida de artistas plásticos, haciendo hincapié en los encuadres, en el tratamiento plástico del relato y la centralidad del individuo, su genio y sus excentricidades. El relato carece de sentido del ritmo, es ciertamente monocorde y cansino. Tal vez falta, hacia el final especialmente, una mirada más compleja sobre la evolución del personaje. Y si bien Provost propone una banda de sonido que contiene elementos de ruptura, en relación con el modo en que se estructura el relato, se pierde y no alcanza la potencia que podría haber tenido para hacer más compleja la mirada, si se hubiera articulado dialécticamente con la imagen.
Seraphine es una película convencional que cuenta la historia de alguien nada convencional. Es de aquellas que aman unos y odian otros. Es una historia real de una artista plástica sorprendente, generalmente desconocida. Es un drama histórico, de los que hemos visto varios. Es una película con un tratamiento plástico cuidado y bello, pero remanido. Tiene una actuación excelente, pero centrada en la idea del artista genial y místico, como siempre se ha contado. Está en ustedes, lectores atentos, si será o no de su interés.