Documento ficcional de una épica
A la hora de recrear pensar, analizar y explorar determinados hechos históricos, el cine universal a menudo ha caído en la trampa de la excesiva seriedad, de una trascendencia que termina volviéndose vacua. Este riesgo siempre acosó al cine argentino en particular: es ya demasiada habitual la pulsión por la bajada de línea impostada, sentenciosa, incluso restándole ambigüedad y líneas de conflicto a personajes sin grises. Por eso se agradece la aparición de un film como Seré millones, el mayor golpe a las finanzas de una dictadura, que elude esa tendencia con bastante inteligencia.
El film, desde un comienzo sabe hacerse cargo de lo apasionante de su anécdota, que cuenta cómo en enero de 1972, durante la dictadura de Lanusse en la Argentina, un grupo de militantes revolucionarios ocuparon el Banco Nacional de Desarrollo, a pocos metros de la Casa de Gobierno, realizando un espectacular asalto -el más grande de la historia nacional-, expropiando aproximadamente 10 millones de dólares (al cambio actual) y aportándolos a la causa revolucionaria, en lo que fue puñetazo directo al mentón financiero del poder dictatorial. Esto fue posible gracias a Oscar Serrano y Angel Abus, militantes y empleados del banco, quienes planificaron el golpe. Cuarenta años después, la premisa consiste en convocar a Oscar y Angel para que colaboren en una recreación ficcional, con actores jóvenes interpretándolos. La documentación de esa reconstrucción ficcional, donde conviven varios géneros, incorpora también una dosis poco habitual de humor, ayudando a desdramatizar los hechos pero no a banalizarlos, sino todo lo contrario: de la mano del contacto entre la comedia y el policial es donde va creciendo el diálogo intergeneracional, reflexionando sobre las particularidades de la militancia de aquellos años y la de ahora, los distintos niveles de compromiso y las luchas con los estratos de poder, consiguiendo incluso momentos de genuina emoción.
A Seré millones, que es tan ficción como documental, se le podrá reprochar que sus distintas superficies y niveles formales no terminan de cuajar del todo, con lo que hay unos cuantos pozos narrativos, diluyéndose el potencial impacto. Pero aún así, los directores Omar Neri, Mónica Simoncini y Fernando Krichmar, a partir de los riesgos que toman, transforman a las personas en personajes, y a los personajes en personas, cimentando un vínculo empático con los espectadores, apostando siempre a un relato humano y sensible, en el que la simplicidad es el trampolín para una pequeña y meritoria épica, en la que se recupera la universalidad de ciertas causas.