SIN (S) EX Y SIN CITY
La famosa serie de televisión de fines de los noventa hace aquí su segunda presentación en cine. Si entre el primer film y la serie había cierta distancia, hay que decir que este segundo film se separa aun más del espíritu original y al hacerlo pierde gran parte de su encanto.
Durante seis temporadas (entre los años 1998 y 2004), los seguidores de la serie televisiva Sex and the City asistimos a las desventuras amorosas del personaje de Carrie Bradshaw (Sarah Jessica Parker), una mujer en sus treinta, escritora, periodista de una columna en un diario, habitante de la ciudad de Nueva York y amiga de otras tres mujeres con quienes comparte no sólo el interés por los hombres, la vestimenta y la moda, sino también, la inquietud por tomar las riendas de su vida afectiva, laboral y sexual en el medio del ritmo y del barullo de una ciudad que tanto las fagocita como las apasiona. Carrie ha estado tironeada durante toda la serie entre el deseo de entronizarse como una mujer independiente y la necesidad de sentirse cuidada y querida por un hombre. Ese hombre cuya conquista definitiva se le vuelve una misión tan ambiciosa y grande como el apodo con el que ella misma elije llamarlo: Mr. Big. Objetivo que finalmente consigue en el último capítulo de la última temporada televisiva, y que se materializa en una convivencia formal en algún momento de la elipsis que se produce entre la primera y la segunda película (Sex and the City y Sex and the City 2).
El éxito obtenido por la serie –del que son deudores ambos films– devino de la sabia combinación de algunos elementos claves: la solidez de un guión que supo convertir a la(s) historia(s) de Carrie y sus amigas en la historia de Carrie y sus amigas –insuflándole de esta manera un hilo de continuidad entre capítulos que iba más allá del tópico de cada uno-, el ritmo de la narración interna de cada episodio –en sintonía con la escritura de cada columna que Carrie hacía para el diario- y la posibilidad de generar una gran empatía en el público femenino al imprimirle a estas cuatro mujeres una sexualidad libre, desprejuiciada y de la que se siempre se hicieron cargo.
El tiempo y el formato parecen haber borrado la dosis exacta de la combinación de estos aciertos, ya que ambas películas, si bien conservaron el espíritu original de la serie y de “la” historia, no acertaron en el resto. Quizás en parte porque pusieron demasiado énfasis en algunos elementos que en la serie aparecían como secundarios y periféricos, y que allí se convirtieron en el centro de atención, como la obnubilación por el universo fashion de la ropa, las marcas y el consumo.
“El lujo es vulgaridad” reza acertadamente la canción, y en Sex and the city 2 se lucen y brillan demasiadas cosas que terminan por opacar al personaje de Carrie, cuya capacidad para ironizar y simbolizar en palabras sus debilidades se pierde en la vastedad de un desierto tan tentador en apariencia como árido y monótono en el resultado, en sintonía con el matrimonio que construyó con su –por fin conquistado– Mr. Big.
¿En dónde está el sexo y en dónde la city que conmocionaban el espíritu de esta mujer neoyorkina? ¿O acaso Carrie no podía intuir que aquello que a la distancia parece un oasis termina muchas veces siendo un mero espejismo? Big ya no es el objeto de deseo perdido, Big fue flechado y alcanzado, y se ha convertido en un marido hecho y derecho a fuerza de manejar el control remoto del televisor y apoyar los zapatos en el tapizado del sillón nuevo. Y New York parece haberle cedido el encanto a la lujosa y más que ambiciosa Abu Dhabi, aunque tras su decorados en oropeles y sedas habite una sociedad en la que las mujeres pueden dejarse deslumbrar por las mismas marcas y prendas que las newyorkinas, pero deben taparlas bajo sus largas y silenciosas burkas a la par que tapan sus bocas, sus pensamientos y la práctica libre del sexo.
Y en el medio de ese desierto en donde parecería que a Carrie ya no le queda espacio para el deseo porque ha perdido la “sal y pimienta” de la vida junto a su propia identidad, reaparece casi como la metáfora del eterno retorno del objeto perdido: Aiden, su ex. El único hombre que se había atrevido a pedirle matrimonio y al que le había rehuido por miedo a convertirse en lo que finalmente termina convertida igual. Aiden es ahora la “big” tentación a la que Carrie quiere y no se anima a sucumbir, aunque la culpa le juega una mala pasada y le hace creer que traicionó los votos de fidelidad hacia su marido por haber compartido una cena juntos. Los años vividos entre sus treinta y los cuarenta que ahora carga en el film y su oficio de escritora –con una alta dosis de ironía para pensarse a sí misma, a su condición de mujer, al amor y al sexo a través de la columna de un diario–, debieron haberle enseñado más de una cosa a Carrie, entre otras que el impulso amoroso del hombre se manifiesta frecuentemente a través del conflicto, que no hay deseo si su objeto no está perdido, y que no todo aquello que brilla es oro, sino muchas veces, simple vulgaridad.