¿Para qué ser feminista?
La duda surge espontánea mirando Sex and the city 2. Si una platea rebosante de mujeres, de todas las edades imaginadas, tiene un orgasmo cuando la protagonista abre su gigante guardarropas de súper departamento neoyorquino y aplaude a rabiar al finalizar una película que como máximo objetivo le reserva a la mujer el lugar de consumidora frívola y superficial, uno como varón puede preguntarse ¿de qué sirve intentar ser feminista? ¿Para qué las luchas sostenidas por miles de mujeres durante décadas, si una mayoría (a juzgar por la recaudación que ha tenido tanto la primera como la que está teniendo esta segunda parte) terminará contribuyendo a la mirada machista? Sex and the city 2 es, antes que nada, un film misógino. Luego de eso, sumemos que es una pésima comedia, es conservadora, es larga y con excesivos baches narrativos, es fea visualmente, como para que no digan que sólo no nos gusta porque no entendemos el universo femenino.
Y ahí radica parte del éxito extorsivo e irreflexivo de una película como esta (sí, seamos buenos y sigamos llamándola película). El suceso que fue la primera se sostuvo sobre dos argumentos: uno, que decía a todo aquel que osara criticarla “si no miraste la serie no la vas a entender”; dos, se argumentaba que era una película femenina y que sólo podía ser entendida por mujeres. Doble error. En cierta forma el público de Sex and the city es comparable al de otro fenómeno inentendible como el de la saga Rápido y furioso: si quiero ver zapatos y vestidos, voy a un shopping; si quiero ver autos, voy a un taller mecánico. En ninguno de los dos casos hablamos de cine. En realidad, la película sólo podría ser disfrutada por alguien que malinterpretó la serie y si algo no es el film, es femenino. Que se le permita a un personaje (Samantha) tranzarse a medio mundo no significa un avance. No, porque por empezar su ligereza de bragas está siempre en función del chiste y nunca del placer y, en cierta forma, la risa del “uh pero qué loca, cómo se la dan arriba de un auto en la playa” es una de las formas del ser reprimido, y eso conlleva un juicio de valor. Y, además, porque no hay una mirada similar en el film para el hombre que tiene la misma conducta que ese personaje.
Ampliemos. Sex and the city, la serie, sí era un producto que, aún en su superficialidad y su tono de novela rosa, permitía que sus personajes tuvieran diversas libertades. Había reflexión, había picardía y, sobre todo, un sentido del humor que se acercaba por momentos al mejor Woody Allen: neurosis urbana neoyorquina, ambientes intelectuales, el sexo como forma de descomprimir tabúes. Pero era un Woody Allen con polleras, y ahí estaba su mayor acierto y originalidad: en ese caso sí se permitía cierto disfrute a los personajes. Por el contrario, tanto la primera película como esta son incapaces de sostener aunque más no sea dos minutos la inteligencia del original. Lo más curioso es que el director Michael Patrick King y las protagonistas son los mismos: estamos entonces ante uno de los casos más increíbles de adaptación traicionera y falaz.
Está claro que el mayor problema de este traslado a la pantalla grande está vinculado con la edad que ahora tienen las protagonistas. A Sex and the city le hacía mejor la etapa de búsqueda de pareja, que la de consumación del matrimonio. Contra todo lo osada que podía ser la serie, Patrick King sólo encuentra frases hechas y banalidad en su retrato de parejas constituidas. De hecho, al honesto diálogo entre Charlotte y Miranda en esta segunda parte, en el que confiesan que por momentos desean deshacerse de sus hijos y maridos, le contrarresta la nada absoluta. Las mujeres dicen esto y, acto seguido, las muestra volviendo a sus hogares y totalmente felices con los suyos. Y no es que existe ironía. Sencillamente, el director y guionista incorpora elementos a la usanza de las revistas femeninas: tips sobre el matrimonio en conflicto, sin mayor profundidad.
Pero además se incorpora aquí algo que en la primera asomaba peligrosamente, y que es una mirada reaccionaria sobre el mundo exterior a los Estados Unidos. Estados Unidos, visto como un paraíso de la moda; y aquí, la moda, reemplaza a la religión. Si aquel chiste con Charlotte tomando agua de la ducha en México y sufriendo una diarrea era lo suficientemente denigrante -y ni siquiera era gracioso como chiste físico-, el viaje que realizan las protagonistas a Medio Oriente (sí, porque arbitrariamente se van a Medio Oriente) en esta segunda parte adquiere rasgos peyorativos sobre la cultura musulmana que ni a Tinelli se le hubieran ocurrido. Esto, que ocupa 70 de los larguísimos 140 minutos, hace recordar a aquellos pésimos capítulos de Los Simpson en el que la familia de Springfield viaja a algún país y hacen humor con todos los lugares comunes imaginables. Poner a estas cuatro huecas como revolucionarias y subversivas, con un punto de vista tan lineal y superficial sobre lo que ocurre en aquella cultura, es una de las ideas más infames que ha dado el cine de 2010.
Y ojo que no estamos hablando de una burla dicha al pasar. Analicen las primeras líneas en off que tira Carrie Bradshaw (Sarah Jessica Parker) en el arranque, sobre el nacimiento de una isla (Manhattan, obvio) y cómo esa sociedad fue creando los espacios lujosos y brillantes que hoy se conocen: edificios, comercios, marcas, estilos de vida, glamour. El autofestejo frívolo del capitalismo y el materialismo no estarían mal, más allá de su propia malevolencia, si no se introdujera luego una mirada sobre la cultura oriental con el fin de compararlas y salir ganando, con un nivel de conocimiento digno de un alumno de escuela primaria. Es ahí donde Sex and the city 2 pasa de ser una mala película a una película mala. Un film que es una celebración de la superficie, la banalidad y el brillo como meta, sin siquiera adosarle cierta ironía o autoconciencia sobre su propia futilidad. Y encima esto como demostración de superioridad cultural.
Si alguien insiste a esta altura del texto con que uno no entiende el mundo femenino que aquí se desarrolla, agrego: la misma película sí tiene posibilidades de ser interesante o, al menos, digna. Su eficacia se puede dar a partir de dos posibles caminos; uno de ellos es que la película muestre el mismo vacío intelectual, el mismo mundo de lujo irreflexivo, la misma adoración por lo reluciente, las operaciones, los vestuarios, los zapatos y la vida en pareja con honestidad y sin mezclar eso con una pretendida inteligencia a la hora de abordar la problemática de la vida en pareja; o, por el contrario, con toda esa piñata de 30 mil kilates aprovechar y mostrar el lado estúpido de esa frivolidad. Sin embargo Sex and the city 2 es una celebración de las revistas de moda, de los programas sobre fiestas de Hollywood sin el más mínimo sentido crítico, como si la vida fuera eso y no otra cosa. O como si allí se resumiera el mundo femenino: consumistas y elitistas, todo lo miden por el valor del objeto de turno. El amor incluso y esto, sin ironía de parte de la película (vean el chiste sobre el televisor y el reloj). Y si uno generaliza es porque el film no nos devuelve el reflejo de ningún otro tipo de mujer: bajo esta lupa todas son iguales.
Si bien no podemos culpar de todos los males del mundo a una película como Sex and the city 2 -ni a ninguna-, no debemos dejar de ver que su éxito y la forma en que gusta a las mujeres revela de cierta manera el fracaso de algunos avances sociales que los medios quieren imponer. Es ahí donde se da la disociación entre la política y la gente. A veces, la política institucional va varios pasos delante de la propia ciudadanía. Que en tiempos donde se habla de políticas de género, Sex and the city 2 sea aplaudida por una multitud de mujeres en un cine nos dice que aún las cosas no han cambiado tanto como los slogans nos quieren hacer creer. Y desde luego, la pregunta se vuelve a repetir: ¿tiene sentido que uno se sume al feminismo cuando ni las propias mujeres se respetan como debieran? O, en todo caso, ¿cuáles han sido los verdaderos logros y avances de la sociedad al respecto? Dudas que una película como Sex and the city 2 intenta despejar a los gritos: ¡ninguno!