Los primeros diez minutos de Sex and the City 2, una película ideal para toda mujer que jugó desde niña a las barbies (y sus padres pudieron pagarlas), constituyen el único rasgo redimible de este mamotreto neocolonialista que pretende ser una celebración de la amistad femenina y una exposición libertaria del segundo sexo. Una boda gay y un coro de ángeles queer tiene mucho más vitalidad que el disparate obsceno y ridículo que se transformará en una tortura moralista de casi dos horas. Son diez minutos de cine, al menos hasta que aparezca Liza Minelli sustituyendo al rabino de ceremonia y haga una demostración ontológica: a su edad todavía puede bailar y cantar. En efecto, "El tiempo es una cosa extraña", como dice la voz en off de Sarah Jessica Parker, algo indudable después de ver la batalla quirúrgica de Minelli contra la segunda ley de termodinámica aplicada a su piel (una contienda que también Penélope Cruz parece haber iniciado, al menos ése es el semblante que trasluce su breve cameo en el que interpreta a una vicepresidenta –no presidenta– de un banco madrileño). El tiempo y sus efectos es uno de los problemas de los personajes, los otros inconvenientes giran en torno a la vida familiar y la vida matrimonial. Pero las chicas harán su terapia multicultural y exótica en Abu Dabi (en realidad Marruecos), el "nuevo Medio Oriente", y así, en un clima festivo, acaso canalizando el espíritu condescendiente de "We are the world, we are the children", las chicas harán un karaoke que confirma y verifica la universalidad de la cultura estadounidense, un valor absoluto y tan universal como la opulencia del american style, más allá de que Parker deje un vuelto a un sirviente indio y se sorprenda de que un bello par de zapatos, en estas tierras lejanas, cueste 20 dólares. (RK)