Belleza ortodoxa
Sexy por accidente es una especie de cuento de hadas moderno. Hay encantamiento, hay transformación, hay seres de otro mundo (las modelos, las diseñadoras, los herederos de fortunas) y hay seres del mundo común y corriente (las amigas de la protagonista, por ejemplo). Es que en esta historia, Renee (Amy Schumer) odia su aspecto físico, es muy insegura y se la pasa admirando a las chicas flacas y tonificadas del gimnasio. Ella se avergüenza de su cuerpo y eso se refleja en cómo vive a diario. Cansada, una noche pide un deseo: cambiar de apariencia, ser “hermosa”. Y, luego de golpearse la cabeza por caer al piso en una clase de spinning, Renee vuelve en sí viéndose diferente. Aunque luce igual, ella se mira al espejo y ve que su deseo se hizo realidad: ahora es hermosa, tanto que cree que ni sus íntimas amigas lograrán reconocerla.
Entonces Schumer se hace carne protagonista: su panza, sus brazos, sus tetas, su culo adquieren personalidad, ocupan espacio y se hacen notar, pasando a ser los personajes secundarios de esta película (de, hasta ahora, paupérrimos personajes secundarios). Frente a nuestros ojos el cuerpo de Renee vive, disfruta, brilla. Y por ahí se gesta una narrativa casi sin querer: panza bailarina, tríceps movedizos, culo que se esparce, piernas que sostienen todo eso que nos cuenta más historias que esta película entera. Entonces, por ejemplo, vemos la escena en que Schumer está en su nuevo trabajo, cruzando una suerte de baldosas montadas sobre agua (es que es una oficina muy cool). Ese cruce de escalones acuáticos dura menos de cinco segundos, pero es monumental la forma en que esta actriz consigue, en un respiro, decirnos tanto sobre su personaje. Es que Renee se construye en cada rincón del cuerpo de una Amy que sabe cómo hacerlo trabajar. Cuando su panza, sus piernas, sus brazos, sus tetas, su cara toman verdadero protagonismo, nos damos cuenta de cuánta vida les falta a los cuerpos de quienes se muestran como Renee se muestra en Sexy por accidente. En la escena del bikini contest, la panza de Schumer se mueve con la música, cada porción de sus brazos rebota y se balancea en conjunto. Todo eso nos cuenta algo, expresa una forma de vivir que el relato luego subraya de forma poco inteligente (haciendo a la protagonista pedir bastones de mozzarella o salir corriendo al heladero inmediatamente después de tener sexo).
Además, la película se va haciendo cada vez más pudorosa, cada vez más moralista, cada vez más ortodoxa. Porque, claro, “es todo una cuestión de actitud” nos remarcan una y otra vez (por si no captábamos de qué iba el relato). Y en esa repetición, van tapando cada vez más el cuerpo de Schumer. Se lo van olvidando. Y entonces la película se cae, se revienta contra el piso de la autoayuda y queda plana como calcomanía barata. Se ve que a los guionistas de Jamás besada el sillón de directores los abruma. Por suerte llega Michelle Williams (gran asomo a la comedia con su Avery LeClair) al rescate y les regala grandes momentos de aire fresco. Pero no alcanza: Schumer, aquella comediante que se burla de cada milímetro del estúpido mundo, queda absorbida por la empalagosa corriente del “sí, se puede. Claramente, en todo esto, resuena el ahora políticamente correcto Hollywood, ese que ha pasado a escuchar y valorar a las mismas mujeres que siempre existieron, a esas que todavía le dan de comer. El imperio renueva su manual de modales y ahora sufrimos todos. ¿Y ahora quién podrá ayudarnos? Si ni Amy Schumer alcanza… ¡cuán cansador es cuando el cine le tiene miedo a ser cine!