El sexo en el cine, hoy, es tratado desde dos puntos de vista aparentemente opuestos e igualmente reaccionarios: la burla adolescente y la condena. Por eso este film del realizador Steve McQueen –uno de los más interesantes de los últimos años, otro de esos nombres que logró amplificación internacional gracias al Bafici hace un par de años– resulta algo diferente. Por una parte, cuenta la historia de un soltero adicto al sexo. Por otra, muestra que la adicción –cualquier adicción– es manifestación y metáfora de una angustia existencial. Existe en el film un costado de drama familiar cuando a este hombre compulsivo se le presenta su hermana menor (la perfecta y bella Carey Mulligan, que desde una apariencia frágil marca con mano de acero lo que le corresponde en la trama), cantante. Y allí es donde se nota la colaboración entre un realizador que sabe dónde va y un actor que comprende a su criatura (Michael Fassbender, el Carl Gustav Jung de la reciente “Un método peligroso”) como alguien mucho más complejo que un estereotipo. Lo que hace de “Shame” un film único es que a pesar de su tema y de lo complejo de sus relaciones, no carece ni de empatía por sus criaturas ni de ternura. McQueen realmente va hasta el fondo de las situaciones y sabe cómo combinar las imágenes del entorno del protagonista para que complementen –y comuniquen– sus estados de ánimo. En el fondo, nada menos que un melodrama contemporáneo que no juzga ni censura. No es poco.