Cuando sólo se puede pensar en eso
Premiada en Venecia, la película del director británico llega precedida por el escándalo, potenciado por la negativa de una cadena de multisalas a exhibirla. Pero no deja de ser un film moralista, que condena a un adicto al sexo al sufrimiento eterno.
Desde su estreno en agosto pasado en el Festival de Venecia, donde Michael Fassbender ganó por esta película el premio al mejor actor, Shame viene rodeada de cierta aura de escándalo. Este efecto no hizo sino potenciarse cuando, a fin del año pasado, la cadena multinacional Cinemark, con sede central en Estados Unidos, decidió no proyectarla en ninguno de sus circuitos, lo que ahora afecta también en parte su distribución en Argentina (donde igualmente el film se puede ver en otros complejos multisalas). Ni tanto, ni tan poco. Es verdad que el segundo largometraje del realizador británico Steve McQueen (sin relación alguna con el actor) tiene algunas escenas que no suelen verse, por caso, en el cine mainstream de Hollywood, entre ellas varios desnudos frontales de su protagonista. Pero es cierto también que –más allá de sus supuestas audacias– el film de McQueen no deja de ser una suerte de sermón pagano, un escarmiento moralista sobre un personaje atormentado, que vive el sexo como una adicción y, por lo tanto, como una condena sin remedio.
Film casi de cámara por su concentración de personajes y ambientes, Shame tiene en Brandon (Fassbender, el Jung de Un método peligroso) un protagonista casi excluyente. Alto, pintón, ejecutivo de una gran empresa con sede en Manhattan, Brandon parece vivir en la más absoluta soledad, en un departamento tan frío y aséptico como una morgue. Se supone que así es también su personalidad. Nada de compromisos ni afectos, con nadie, de ningún tipo. Lo suyo es una sonrisa distante y sexo casual: puede ser en su casa con una prostituta, en plena calle con una mujer que acaba de conocer en un bar o en el baño de la oficina incluso, donde va a masturbarse, después de haber entrado compulsivamente a sitios porno por Internet. Simplemente, no puede dejar de pensar en eso.
Pero tal como lo muestra el director McQueen, allí donde debería haber placer, goce, erotismo sólo hay sufrimiento, angustia, miedo incluso. Algo habrá hecho para padecer tanto, parece decir el film. Especialmente cuando una y otra vez Brandon prefiere no atender el teléfono y escuchar, como un castigo, la voz suplicante en el contestador de una mujer que quiere reencontrarse con él, que necesita verlo, que le implora que al menos levante el auricular y le deje oír su voz. Que esa mujer, Sissy, resulte ser su hermana (Carey Mulligan, la chica de Drive) sugiere un pasado con una relación incestuosa. Y que Sissy finalmente se le aparezca de pronto y se le instale en su departamento casi blindado provocará que el frágil equilibrio emocional de Brandon bascule aún más y que vaya cayendo en círculos cada vez más viciosos y enfermos.
Shame es ese tipo de películas infatuadas, convencidas de su propia importancia como artefacto cultural antes que como cine. De hecho, es ese tipo de películas que no saben, no pueden o no quieren dialogar con la historia del cine, al que confunden con eso que antes se denominaba “video-arte”. El formalismo reemplaza a la forma, al punto de que cada plano está tan minuciosamente compuesto, que su iluminación es tan de galería de arte, que no hay verdad alguna en esa construcción. La summa del film, su éxtasis, hace eclosión en un trillado ménage à trois con dos prostitutas, donde Brandon parece sufrir como si atravesara el último círculo del infierno mientras en la banda de sonido se escucha un fragmento de los Preludios y Fugas de Bach, tocado por Glenn Gould. Es difícil imaginar una escena más cursi que ésa.