Shazam!

Crítica de José Tripodero - A Sala Llena

Quisiera ser superhéroe

Hay una desesperación en Warner-DC y es la de tratar de no perder el tren que el fenómeno de superhéroes le podría (¿pudo?) dar, mientras Marvel (desde hace años ya un estudio más que una editorial de comics) se ha benificiado con creces. La urgencia se alimenta porque Warner-DC tiene los derechos de Batman y Superman, los dos personajes más populares de este mundo, pero por alguna razón ninguna de sus últimas aventuras en el cine han funcionado, ni en taquilla (al menos lo que esperaban los ejecutivos) ni en críticas. Los motivos de la disfuncionalidad en el pasaje transpositivo de las páginas de un comic a la pantalla cinematográfica están anclados en la narrativa, es decir, en varios intentos fallidos de subestimar el arte de contar para priorizar la puesta en práctica de estrategias formales basadas en efectos visuales, en secuencias de acción súper extensas y en personajes que no necesitan presentación porque pertenecen a la cultura pop. El nuevo intento de esta asociación entre Warner Bros y DC se distancia de las últimas entregas, todas solemnes y serias sobre mundos fronterizos a lo risible. Aquí la historia es nuevamente una de iniciación, una especie de grado cero de un personaje común que debe sobrellevar un poder extraordinario y, como vimos también en otros tantos casos, una responsabilidad mayor.

El coming of age (género sobre relatos de madurez de jóvenes que crecen en cámara) se erige como la columna vertebral de ¡Shazam! para trazar dos trayectos. Por un lado, el del héroe, Bill (Asher Angel y Zachary Levi en su versión adulta) un huérfano que incansablemente busca a su madre, a quien no ve desde los tres años, motivo por el que escapa de todos los hogares adoptivos a los que es enviado. La otra mitad de este círculo es la historia de un científico que ha sufrido la tiranía de su padre y su hermano mayor. Su obsesión de búsqueda está afincada en hallar a un último mago, capaz de ofrecerle un poder incomensurable. Tanto héroe como villano comparten esas fisuras de las estructuras familiares, las cuales lejos están de los estándares impuestos por la sociedad. Sin embargo, la profundidad sobre el tema no la va a poner en discusión una película que tiene una finalidad bien honesta y que es la de entretener a la mayor cantidad de espectadores posibles. En esa honestidad radica el mayor de los males: atraer a casi todos los públicos significa que la posibilidad de incomodar a través de elementos retóricos (ni hablar de tocar temas con ciertas ínfulas de polémica) se reduce a lo mínimo, y así es que el resultado final es siempre un producto amable, en los límites de lo descartable.

La clave de ¡Shazam! es el maridaje entre relato de iniciación y la autoconciencia, un rasgo que expone a modo de carteles luminosos; se habla más de superhéroes y de sus cualidades tanto como se las muestra. Cuando Sandberg pretende ser sutil en las citas ya es demasiado tarde: se ve un Batman tantas veces como se dice la palabra clave que da título a la película, se nombra tanto a Superman que el chiste final no funciona con la fuerza que debería. Pero el autodescubrimiento no parecería ser suficiente para construir un relato de superhéroes, siempre hace falta la presencia de un villano por más unidimensional que sea. Así es Thad (Mark Strong), un personaje que tiene un objetivo bien llano y directo: quiere el poder del héroe y por eso es que diálogos del tipo: “¡Dame tu poder!”, “¡Quiero tu poder!” se repiten sin que este malo de turno se sonroje. Los enfrentamientos entre ambos no pueden ser más que una consecuencia de estas líneas bien rectas, sin ondulaciones, sin un vuelo dramático ni mucho menos ingenioso. Son dos películas; la segunda es esta, la obligatoria, que incluye un conflicto y un villano igual de innecesario, que no solo no se adosa orgánicamente a esa primera película de iniciación sino que contamina lo construido, aunque tampoco es que se nos había presentado una novedad que resulta desperdiciada. Es sorprendente cómo a pesar de lo fallida que es, la película sostiene un nivel de entretenimiento y de preocupación por los personajes que ninguna de las historias anteriores de este universo deforme había logrado. Una primera lectura de ello podría ser que en los créditos solo figura un guionista (es muy probable que otros hayan intervenido) por lo que todos los personajes y la historia no sufrieron esas reescrituras tóxicas que sufren los guiones hechos a cuatro, seis u ochos manos.

De la misma manera que muchos productos actuales (tanto en el cine como en las series), las citas nostálgicas sobre la década del 80 son más unos señaladores que parte de un esquema dramático para narrar. El arquetipo del héroe responde al concepto de Quisiera Ser Grande (1988), esa maravilla de Penny Marshall, a partir de un adolescente que se convierte en adulto por obra y gracia de la fantasía, pero hasta ahí llega este nuevo capítulo en el cine de superhéroes. La correa de la ambición es corta y la voluntad de gustar a (casi) todos es mucho más fuerte. Es curioso cómo en el corte final están las semillas de lo que pudo haber sido. Por ejemplo, una persecución en la que héroe y villano se tropiezan en una juguetería con el teclado de pie -elemento icónico del film protagonizado por Tom Hanks ya mencionado-, ilustra que la recurrencia de la cita puede ser mínima pero también graciosa. De la misma forma pero en exceso, varios pasajes se inundan de referencias sobre el mundo de los personajes de DC. Para el final está la prueba acerca de las dudas nacidas de los productores al copiar, de manera muy burda, la secuencia de créditos de Spiderman: De regreso a casa (2017), que incluye también un tema de Los Ramones. Las casualidades existen, sí, pero si tenemos en cuenta que ambas películas tienen de protagonista a un adolescente que se enfrenta a un superpoder que cambia por completo su vida, que crece en cámara y que tiene un sidekick confidente porque es el único que conoce el secreto del protagonista (algo que sucedía también en Quisiera Ser Grande), nos lleva a pensar que, más que una coincidencia, se trata de seguir los pasos de una fórmula exitosa; en el punto específico de los créditos fueron muy lejos. La diferencia es que la película de Marvel distribuye las fortalezas de su historia sin quedarse reposada en la autoconciencia ni en el carisma de su protagonista, lo que sí sucede en ¡Shazam!