¿Dónde está el misterio?
Guy Ritchie reitera sus trucos en la secuela.
El que tuvo la idea de convocar a Guy Ritchie para hacerse cargo de las nuevas películas de Sherlock Holmes podrá congratularse por haber conseguido armar una exitosa franquicia con un personaje que parecía juntar polvo en librerías de viejo. Eso sí, que no espere demasiado cariño: sus películas podrán funcionar comercialmente y son irreprochables en lo técnico, pero tienen tanto que ver con el personaje creado por Arthur Conan Doyle como, bueno, como cualquier cosa filmada por este cineasta para el que, parece, todo lo humano le es ajeno. Sherlock Holmes: juego de sombras es la segunda de estas aventuras y no cambia demasiado el formato de la primera. En la piel del hiperactivo Robert Downey (tanto por la cantidad de películas que hace como por el estado en el que se lo ve en ésta), Holmes es un mago del disfraz y un hombre que aplica su inteligencia, más que nada, en saber si las piñas y cuchillos van a venir por la derecha o por la izquierda. En lo que es la “toma registrada” de la saga, una y otra y otra vez Holmes predice todo lo que van a hacerle en una pelea, y la mayor de las veces sobrevive. Golpeado, pero vivo.
Con un Watson cada vez más desdibujado (Jude Law lo encarna como “el tipo que tiene que bancarse a Holmes/Downey”), nuestro héroe enfrenta a su archirrival, el profesor Moriarty (Jared Harris), en una serie de encuentros, persecuciones, peleas con sus esbirros, viajes por Francia, Alemania y Suiza, mientras su enemigo intenta hacernos creer que los asesinatos y explosiones que se suceden predicen una guerra mundial, cuando en realidad es él que la está “creando” para obtener beneficios económicos.
Más allá de la reiteración de la cámara lenta y el plano detalle, hay algunas escenas de acción que funcionan, como la del tren y alguna otra que tiene lugar cerca del final del filme, pero lo que no hay es algo que motive y movilice al espectador a seguir esa trama. Downey encarna a un personaje cuyo ingenio parece derivarse del copioso consumo de estupefacientes y Law es el pobre hombre que se lo banca. Y hasta los insistentes intentos de la película en “hacernos pensar” que hay una suerte de historia de amor no admitida entre ambos resultan finalmente agotadores.
La pretendida modernidad del estilo Ritchie chocando contra el Londres de fines del siglo XIX puede resultar una curiosidad por un rato, pero finalmente cansa, salvo la bienvenida aparición de Stephen Fry como el hermano de Holmes, en un personaje que parece respirar la mejor tradición del humor británico más irónico. Igual de agotadores terminan siendo los intentos de Downey en terminar cada escena con un remate “gracioso” o “sorprendernos” con una solución inesperada. Pura técnica, algo de ingenio, cero alma. En síntesis: una franquicia con todo para triunfar.