Es algo raro, pero por fin una secuela logra una extraña alquimia con apenas unos pocos ingredientes: dos actores y la atmósfera ficcional de una ciudad pueden generar una historia y unos personajes capaces de cargarse al hombro toda una película. Sherlock Holmes: Juego de sombras viene a demostrar la confianza que la serie se tiene a sí misma: a diferencia de otras secuelas, esta no agrega personajes al reparto de la primera (los nuevos vienen a reemplazar, no a sumar: entran Stephen Fry y Noomi Rapace por Eddie Marsan y Rachel McAdams); se permite tensionar al máximo los límites de un tema hasta llegar a la parodia (la relación ambigua que liga a Holmes con Watson); el protagonista y el villano prácticamente se nivelan, Holmes deja de ser el único intelectualmente superdotado; los chistes de la primera pueden reciclarse sin miedo a aburrir (como el del perro), tal es la seguridad que demuestra el guión acerca de sus materiales. Estos son los signos con los que la película parece decir que no importa qué pase con las secuelas por venir, mientras sean Robert Downey Jr. y Jude Law los que se midan en una Londres nublada e industrial, Sherlock Holmes tiene cuerda para rato.
La sensación general es que, con la dupla actoral y el clima londinense, no hacen tanta mella los gags repetidos y previsibles, las volteretas que pega el guión o la aceleración general que satura la pantalla y el relato. Pero, a su vez, hay algo más que se vuelve prescindible y es el estilo del director. En las dos Sherlock Holmes, para bien o para mal, se nota enseguida la mano de Guy Ritchie, más que nada en la segunda, donde el aparataje visual y cool de la primera se percibe desgastado y en un constante desajuste con la historia. A medida que avanza, la película abre dos posibles líneas de la mirada: el público se puede interesar por seguir a los protagonistas o por la batería de recursos que desparrama el director. Pero es difícil ver los dos a la vez porque uno tiende a tapar al otro: cuando Downey o Law están en plano y la velocidad del montaje deja verlos y escucharlos con claridad, el dúo eclipsa cualquier canchereada visual de esas que pergeña a cada rato Ritchie. En cambio, cuando el director copa la puesta en escena con sus gadgets formales, los personajes y su mundo se deshacen en planos y juegos visuales que se convierten en la verdadera estrella del momento. Ocurre con cualquier intercambio entre los protagonistas, cuando la puesta en escena se subordina en pos de la interpretación (y la mano de Ritchie desaparece) o, al revés, en la escena del bosque, donde el director experimenta con la imagen haciendo de los personajes un mero soporte sobre el cual inscribir su propia estampa estilística. El universo de Sherlock Holmes y el estilo de Ritchie nunca dialogan, más bien chocan, se relevan mutuamente porque no pueden coexistir de manera armónica, y si bien ninguno llega a ajustar cuentas con el otro, se presiente un futuro en el que el director ya no va a poder manipular a su gusto el mundo del detective inglés. A su vez, es fácil imaginarse nuevas películas sobre Sherlock Holmes sin la presencia del realizador de Snatch, cerdos y diamantes.
No importa qué tanta haya sido la responsabilidad del director en la creación del universo de la primera Sherlock Holmes; ahora, ese universo se revela como lo suficientemente sólido y robusto como para resistir las maniobras formales que atentan contra su disolución. Eso es lo que pasa cada vez que Ritchie quiere innovar o contar una escena de manera personal: el director opaca a los personajes y los deforma, les resta densidad narrativa para ahogarlos en la plasticidad visual de su gramática. Hay que tomar nota de ese conflicto porque habla de la capacidad de una historia de soportar (o no) el desgarramiento operado por un estilo, y de la fuerza de ese estilo y de su posible comprensión (o no, también) de las lógicas que rigen un mundo de ficción particular. No importa qué tan rigurosa pueda ser la manipulación que realiza en sus películas a través de la puesta en escena, por ejemplo, Brian de Palma, porque el director entiende de qué van sus historias y personajes, no los pisotea sino que los integra, los vuelve partes fundamentales de su estilo. En cambio, Ritchie casi nunca alcanza a comprender del todo a sus personajes, no sabe en dónde empiezan ellos y en dónde termina la marca autoral, no tiene idea de cómo hacer para que los dos se fundan. El conflicto se siente durante toda la película y, muchas veces, la exageración e hipertrofia estilística de Ritchie da cuenta de una derrota, la de un director incapaz de interesarse genuinamente por sus personajes que observa cómo resiste a sus alardes formales un mundo de ficción que él mismo contribuyó a crear.