La veloz aventura de Sherlock Bond
“Muchas películas de acción no paran de correr, y eso les va en contra, porque las hace monótonas”, decía Brad Bird, director de la nueva Misión: Imposible, en entrevista publicada la semana pasada en Página/12. La segunda Sherlock Holmes, de Guy Ritchie, da a pensar que Bird concedió la entrevista mientras la veía en algún monitor. Juego de sombras no para de correr. Más aún que la anterior, que ya lucía apurada. De correr, de atropellarse, de acumular tramas, peripecias, pistas, gadgets, personajes, generando el efecto más paradójico del mundo. Quiere ser hiperactiva y termina siendo, para citar a Bird, monótona. Quiere ser entretenida y es agotadora. Quiere ser divertidísima y termina siendo exactamente lo contrario. Otra vez Bird: “No hay ritmo si no hay cambios de velocidad, interrupciones, contramarchas”. Juego de sombras carece de ritmo, de tono, de pausa. Es un rush de más de dos horas, que termina como empieza y sigue: con una cabalgata de planos cuya duración de flash impide fijar una sola imagen en el cerebro vaciado.
Tratando de pasar en limpio podría más o menos esbozarse el siguiente intento de síntesis. Al mismo tiempo que el doctor Watson (Jude Law) está a punto de contraer matrimonio con su pelirroja prometida (Kelly Reilly), una ola de atentados con bombas sacude a Europa. Podrían ser los anarquistas o, tal vez, su contrario: los ultranacionalistas (dice un cartel inicial, en un impensado comentario político para una serie que transcurre dentro de un frasco). ¿O podría ser tal vez el profesor Moriarty, “el Napoleón del crimen”? Los conandófilos saben bien quién es Moriarty: la contracara de Holmes, su principal enemigo, su némesis. Encarnado por el también pelirrojo Jared Harris, Moriarty es intelectualmente tan brillante como Holmes e igual de resuelto, misantrópico, genial y excéntrico. Reconocido matemático, ajedrecista capaz de jugar sin mirar el tablero, dilettante de la ópera, Moriarty es un cerebro del mal capaz de planear una gigantesca conspiración, que eventualmente termine llevando a Europa entera a una guerra mundial adelantada en un par de décadas... per codere, nomás. Lo cual también lo iguala al vecino de Baker Street, que no hace lo que hace por dinero, ambición o sentido del deber, sino porque es lo que le gusta.
Holmes, Watson y una vidente de feria (la sueca Noomi Rapace, que fue Lisbeth Salander en la versión original de la saga Millennium) persiguen a Moriarty a través de toda Europa y hasta su propio nido, un bunker artillado en el que torturará al héroe. Como Goldfinger a Bond: desde la anterior está clarísimo que el Holmes de Ritchie es más Bond que Holmes, y aquí los músculos de Robert Downey, su cancherismo cool, el campeonato de ingeniosidades que libra con quienes lo rodean y la suma de persecuciones, explosiones y armas secretas no hacen más que confirmarlo. Pero el Holmes de Ritchie es, claro, un Bond posmoderno, poscine de artes marciales (todas las peleas cuerpo a cuerpo son como de Bruce Lee, pasadas en velocidad x 20) y post Matrix: ver los ralentis ralentísimos que coronan dos de cada tres combates. A un par de escenas se reduce la participación de Rachel McAdams, tercera del elenco en la Holmes anterior, a otro par la de la señora Watson (a quien Holmes tira de un tren, y nadie dice nada) y a otro más, pero más cortas, la del inspector Lestade, que está como de compromiso. El que goza de mayor porcentaje de participación es Stephen Fry, que en el papel de Mycroft Holmes, hermano de Sherlock y diplomático del British Empire (recordar que la suerte de Europa entera está en juego) compone a uno de esos tilingos de nariz parada y gesto desdeñoso que tantos odios le han ganado a muchos súbditos de la reina en el mundo entero.