Lo que definía al Sherlock Holmes de Arthur Conan Doyle era su extraordinaria capacidad deductiva que le permitía desentrañar los más enrevesados misterios. Su autor le confirió conocimientos de boxeo, esgrima y defensa personal, pero sus éxitos se basaron en sus aptitudes intelectuales. Sin embargo, en “Sherlock Holmes 2: juego de sombras”, el director lo muestra como un temerario guerrero-acróbata, dueño de una gran agresividad. La resultante es una vertiginosa persecución —desde Inglaterra hasta Suiza pasando por Francia y Alemania— protagonizada por el detective, Watson y la gitana Sim, tras el profesor Moriarty. El resultado es grotesco y desperdicia la gran producción desplegada. Se abusó de los efectos especiales en desmedro de lo que siempre caracterizó al personaje central, su inteligencia.