Ni juego, ni sombras
Empecemos por aclarar algo: Sherlock Holmes no era una gran película. Era, a lo sumo, un filme aceptable, aunque lo que se veía en pantalla estaba más compuesto por una sucesión de conceptos cuasi publicitarios que por cine. O sea, se combinó la noción inicial de la creación de Arthur Conan Doyle con el cine físico de acción actual, muchos efectos especiales y una relación entre el detective y su asistente Watson (nada menos que un sex symbol como Jude Law) de amistad extrema, gran codependencia y que coquetea con la homosexualidad. Todo esto atravesado por la capacidad para la comedia de Robert Downey Jr. y la estética videoclipera de Guy Ritchie (que había dado buenos resultados tanto estéticos como narrativos en filmes como Snatch: cerdos y diamantes). Todo esa mescolanza no parecía mala idea, pero el resultado estaba lejos de lo esperado, básicamente porque a las partes hay que unirlas armoniosamente, y aquí sucedía exactamente lo contrario: Downey Jr. iba para un lado, la trama detectivesca por el otro, la puesta en escena de Ritchie no pegaba ni con cola con el trasfondo victoriano, el villano no era sólido, la acción era despareja y el personaje de Watson no terminaba de consolidarse. Aún así, la cinta tenía su encanto, como esos equipos de fútbol repletos de estrellas que no terminan de funcionar bien pero de vez en cuando arman una buena jugada.
Esta segunda parte introducía cierta expectativa por el anuncio de que el villano sería el Profesor Moriarty, un personaje tan misterioso como temible y memorable en las novelas. Pero en el film eso no se termina de consolidar, a pesar de que Jared Harris cumple y hasta dignifica, porque nunca profundiza en su inteligencia, astucia, poder, ambición y maldad. Lo que se hace es enumerarlas: el tipo es un profesor muy venerado, ha sido capaz de ocultar sus crímenes astutamente, posee muchos recursos a su disposición, quiere lucrar con una eventual guerra mundial y parece que no tiene piedad por nadie. Ajá, pero qué chabón terrible eh. Pura superficie, si lo comparamos con, por ejemplo, el Guasón de El caballero de la noche (que no se sabía de dónde había salido, pero a la vez daba la impresión de tener un inmenso y terrible trasfondo), es una carmelita descalza.
Algo similar sucede con el personaje de la gitana encarnada por Noomi Rapace. Ayuda a que la narración progrese, pero de forma mecánica, y nunca adquiere identidad propia. Es una mujer, pero podía haber sido un hombre, un caballo o un perro. Podía estar o no, y nunca hubiera hecho diferencia. Y esto se da porque el conflicto nunca obtiene espesor, no crea suspenso y queda lejos de la empatía con los protagonistas o la fascinación con el villano.
Sherlock Holmes: juego de sombras suena demasiado a repetición y esto se traslada también a la realización. Los jueguitos visuales del director ya no suman sino que restan, básicamente porque jamás pasan de ser meras demostraciones de habilidad, que no sirven para aportar a lo que se está contando. Lo mismo pasa con Downey Jr. y su actuación, una parodia caminando que siempre es la misma parodia, hasta el punto de repetirse a sí mismo, como si estuviera reeditando no al Holmes de la primera película, sino a Iron Man, dos personajes entre los cuales es muy difícil enumerar diferencias significativas.
A pesar de todo esto, Sherlock Holmes: juego de sombras tiene algunos momentos entre divertidos y excitantes, como el combate en un tren, y hasta tensos, como la reunión en un restaurante entre Moriarty e Irene Adler (Rachel McAdams). Pero eso no quita que no estén presentes ni el juego ni las sombras, que todo sea un rompecabezas sin armar.