Haciendo un esfuerzo por entender cómo funciona la cabeza de Guy Ritchie, supongamos que llegamos a aceptar los trazos "actualizados" de este nuevo Sherlock Holmes que más se resisten al verosímil instalado en el imaginario. Digamos que toleramos a este detective devenido superhéroe que se luce más con la acción física que con el arte de la deducción, que gusta de exhibir el torso desnudo cual émulo del Tyler Durden de Fight Club para luego saltar de una aventura a otra al ritmo de James Bond. De a poco nos acostumbramos a los azotes punk de la banda sonora y a las ingrávidas coreografías à la Matrix implantadas en el decorado decimonónico, mientras digerimos un caso policial difícil de asociar con los típicos enigmas de Arthur Conan Doyle. Con la mejor voluntad nos disponemos a acompañar a Ritchie en estas libertades, para toparnos finalmente con las más nítidas evidencias: impericia narrativa, confusión entre forma y fondo, desidia en la construcción de personajes.
Es un problema de exceso, que no pasa tanto por los firuletes visuales sino por la velocidad y los hachazos del montaje que convierten al film en una experiencia agotadora, porque las escenas estallan y sus partículas se disuelven, se pierden sin dejar rastro ni cumplir compromisos con la evolución del relato. Robert Downey Jr. gesticula en piloto automático mientras Jude Law y Rachel McAdams apenas tienen espacio para filtrar cierto color humano. Todos parecen figuritas troqueladas en esta Londres lúgubre creada digitalmente, un paisaje perturbador que bien podría haber sido aprovechado si Ritchie no estuviera tan cegado por sus destrezas videocliperas. En el medio, como si se tratara del espectáculo más simpático del mundo, asistimos a un par de ejecuciones en la horca resueltas "con ingenio" para despertar la algarabía del espectador. Nunca un Holmes estuvo tan desorientado.