Nuevas armas para un viejo sabueso
En el más drástico aggiornamiento de la creación de sir Arthur Conan Doyle hasta la fecha, el director reconvirtió al icono de la deducción y la lógica aplicada en héroe de superacción. La fórmula, que por momentos funciona, termina volviéndose insustancial.
SuperSherlock contra Lord Blackwood y la Orden Oscura hubiera sido un título más fiel para esta reedición 2.0 del sabueso de Baker Street. En lo que representa el más drástico aggiornamiento de la creación de sir Arthur Conan Doyle hasta la fecha, la Warner, Guy Ritchie y un equipo de guionistas reconvirtieron al icono definitivo de la deducción y la lógica aplicada en héroe de acción, con tanto músculo como cerebro y más superespectáculo físico que intrigas en interiores victorianos. Debiéndole más al cine de superhéroes, a Indiana Jones, al comic filmado y hasta a James Bond que a Conan Doyle, la violenta reformulación no tendría, en sí, nada de malo, y hasta por momentos funciona. El problema no es el aggiornamiento sino el adocenamiento. Como ya había sucedido con El superagente 86, la maquinaria hollywoodense vuelve a demostrar que no sabe concebir una producción de más de 100 millones sin reformatearla como superespectáculo de acción digital. Y suerte que no se les haya ocurrido hacerla en 3D.
Puede aceptarse que ese monumento de la cultura británica que es Holmes tenga ahora el acento neoyorquino de Robert Downey Jr. Al fin y al cabo, ¿no había hecho Downey ya de Chaplin, en los comienzos de su carrera? ¿No podría hacer mañana de Churchill, del propio Bond o, de no estar disponible Helen Mirren, de la mismísima Queen Elizabeth? Puede aceptarse que Watson no sea esta vez la representación misma del common man, regordete sin otro glamour que su sensatez y fidelidad, sino nada menos que Jude Law, Sting en versión mejorada por el que las chicas se hacen encima. Puede aceptarse que el Sherlock de Downey sea un pugilista consumado y hasta que luzca abdominales tipo six pack. Es cierto que el Sherlock original no iba a andar protagonizando escenas enteras a trompada limpia, como sucede aquí. Pero también es cierto que lo suyo no eran sólo juegos de la mente: en casi ninguna de sus aventuras dejaba de aplicar dos o tres golpes secos cuando se requería. Hasta puede aceptarse que el habitante del 221 B de Baker Street se tire sobre el Támesis de cabeza, estilo clavadista mexicano. Lo difícil es aceptar el decoloramiento de la intriga en la que Holmes está inmerso, archivillano incluido.
Todo tiene lugar en una Londres victoriana y digital, de cielos y callejuelas casi tan dark como los de Sweeney Todd. En la secuencia inicial, Sherlock y Watson se tirotean y finalmente atrapan a Lord Blackwood, aristócrata descastado al que le da por los sacrificios humanos (Mark Strong, favorito de Guy Ritchie que también actúa en La joven Victoria, otro estreno de la semana). En la siguiente secuencia, Blackwood es ejecutado en la horca. De allí en más se ocupará de complotar, con la intención de restaurar una antigua sociedad secreta filomasónica, cuyos miembros le obedecen fielmente. Su objetivo: llegar al Parlamento, tomar el Poder. ¿Pero cómo, no lo habían ahorcado? Vamos, esos detalles se solucionan fácil. Un equipo de guionistas trabajando de sol a sol, un set completo de trampitas argumentales y alguien que explique todo al final, y listo. Total, a quién le importa la intriga, que parecería escapada de la pluma del emérito Dan Brown, mientras todo se resuelva en un London Bridge en plena construcción (en plena construcción digital, se entiende), con el héroe y el villano colgando al mejor estilo Hitchcock. Con la diferencia, claro, de que en las de Hitchcock a uno le importaba que el héroe no cayera y el villano sí.
No es que Downey no esté simpático, desde ya. Sus cruces con Law y con la novia de éste (la pelirroja Kelly Reilly, vista recientemente en Eden Lake), los momentos de comedia casi estilo Extraña pareja, los intercambios de retruécanos como de sitcom, las torpezas del inspector Lestrade (Eddie Marsan), la ladrona y viuda negra que compone la siempre atendible Rachel McAdams: todo eso es lo que mejor funciona en Sherlock Holmes. El problema es que tiende a disolverse, en la misma medida en que toma cuerpo lo que menos importa: la intriga, la figura del villano, el costado superacción. En un par de escenas Mr. Ritchie se regala a sí mismo su rol favorito, el de émulo de Tarantino. Una es un hallazgo: Holmes descompone, en ralenti, un match de box en el que destrozó a su rival. La inmediata reproducción de la misma escena, pero ahora a velocidad normal, demuestra que al ojo se le escapa, al natural, lo que la técnica cinematográfica es capaz de mostrarle. Engolosinado, unas escenas más adelante Ritchie repite el chiste, con la diferencia de que la escena no lo justifica en lo más mínimo. Allí, el realizador de Juegos, trampas y armas humeantes vuelve a ser él mismo, después de haber sido Tarantino durante un minuto casi completo.