Escocés y médico, Sir Arthur Conan Doyle (1859-1930) creó a su personaje más famoso, el detective Sherlock Holmes, basándose en Joseph Bell, un profesor universitario con extraordinaria habilidad para el razonamiento deductivo. Su primera novela, “Estudio en escarlata”, aparece en 1887. Allí conoce al doctor John Watson (desde entonces su amigo y asistente). Los responsables de este film, escrito por Michael Robert Johnson, Anthony Pekham y Simon Kinberg, afirman haber recuperado la esencia de Holmes, que era un excelente boxeador, esgrimista y experto en artes marciales, además de dedicarse al violín y a cierto tipo de estupefacientes. Lo cierto es que en la composición que hace Robert Downey, no queda casi nada de la elegancia y el empaque tan victorianos que impuso Basil Rathbone a lo largo de unos cuantos films. La dinámica del cine ha cambiado e impone su vértigo. Acá la niebla londinense se carga de nubarrones de lo más negros. Alguien lleva a cabo una seguidilla de asesinatos rituales y feroces. Holmes y Watson (un Watson mucho más joven que el que imaginábamos), llegan a tiempo para salvar a la última víctima y desenmascarar al culpable: nada menos que el noble Lord Blackwood. En la cárcel, antes de la ejecución, mantiene aterrados al resto de los presos y a los carceleros, convencidos de que maneja poderes ocultos. Al hombre lo tiene sin cuidado la horca: afirma estar más allá de la muerte, conectado con fuerzas satánicas, y se ríe de la pena capital. Su aparente resurrección multiplicará el pánico en Londres. Para Holmes, un desafío a su altura.