Una luz de puños y patadas
La nueva película de Guy Ritchie no se planta contra el personaje de los libros de Arthur Conan Doyle sino contra el mito popular que se construyó alrededor de un detective dedicado al apacible acto de relacionar ideas con la pipa en la mano. Este Sherlock Holmes es un héroe de acción capaz de correr entre explosiones, saltar desde un segundo piso o pelear con un gigante sin perder su rasgo más característico. Su capacidad para el razonamiento deductivo, aquella que lo transformó en la síntesis de una época, sigue siendo el principal atractivo del personaje. Pero como la película no deja de lado lo que esa fe en la ciencia y el progreso le supuso a la Londres victoriana, nos pinta una ciudad oscura, llena de fábricas, mugre y esmog, y para que el detective pueda moverse en esa ciudad, para que pueda llevar a cabo lo que pasa por su cabeza, Ritchie le agrega músculos y velocidad. Se trata de un Sherlock Holmes inmerso en la suciedad de las calles, que no se puede detener a decir “Elemental, mi querido Watson” mientras escupe arandelas de humo por la boca. Si quiere develar el enigma se tiene que manchar con el barro de los caminos empedrados.
Todo eso le sirve a Guy Ritchie para dos cosas: para poder filmar sus clásicas escenas de violencia con sabor a videoclip y para darle a esas escenas, por primera vez en su cinematografía, un marco narrativo que las contenga sin perturbar. Antes de actuar, antes de pelear, por ejemplo, Sherlock piensa y el espectador puede seguir todo ese proceso lógico que pasa por su cabeza con la misma urgencia de sus neuronas, casi de la misma forma con la que el Dr. House (otro personaje basado en la creación de Sir Arthur) nos revela las extrañas enfermedades que sufren sus pacientes. Aunque sin llegar a alejarse por completo de la estética clipera que fue una de las marcas personales de Ritchie, el slow motion y los cambios de ritmo encuentran acá un medio adecuado para funcionar sin provocar ese vacío esteticista al que nos tenía acostumbrados.
Claro que de eso también se salva en gran parte gracias al trabajo de Robert Downey Jr., que puede ir de la mera acción física a un primer plano cubierto de la tristeza vagabunda de Chaplin (apuesto que fue un acto deliberado). Downey Jr. mira a la cámara como si estuviera pensando que la soledad es una de las consecuencias de vivir al pie de la razón. La figura agigantada del Watson interpretado por Jude Law y la aparición de un amor pasado (Rachel McAdams) pueden calmar un poco su melancolía, pero lo único que lo mantiene vivo es ponerse a prueba, poner a prueba el método y su confianza en él.
En este caso, el villano que lo desafía y que lo pone en marcha es Lord Blackwood (Mark Strong), un lúgubre personaje que se atribuye poderes de orden místico con los que planea dominar el mundo. El trabajo de Holmes es desenmascarar al farsante, aunque en el camino dude como dudamos todos. El espectador lo acompaña en ese tránsito durante los buenos momentos y lo abandona durante algunos instantes cuando la película estanca el relato, pero a pesar de eso hay que tener en cuenta que en tiempos de vaporosas y edificantes criaturitas azules rompen la taquilla con sus lecciones new age, como escribió Borges, pensar de tarde en tarde en Sherlock Holmes es una de las buenas costumbres que nos quedan.