Shirley

Crítica de Ezequiel Boetti - Página 12

Un personaje siempre al filo del abismo

Con un amplio recorrido por festivales, entre ellos Sundance y la Berlinale, esta adaptación de la novela de Susan Scarf Merrell registra una dinámica hogareña empapada una extraña toxicidad.

Shirley Jackson fue una cuentista y novelista estadounidense especializada en textos de terror que ha influenciado a innumerables autores del género. Entre ellos, al mismísimo Stephen King, que aún hoy considera la novela La maldición de Hill House (1959) como una de las obras más importantes del siglo pasado. Pero esa genialidad tuvo su precio. Una oscilación entre la locura y la depresión, entre una vida absorbida por la lógica de sus relatos y una misantropía que volvía difícil cualquier intento de diálogo, con agresiones verbales en esos (intentos de) encuentros sociales que, obviamente, terminan de la peor manera. Es tentador pensar en Shirley como una biopic, en tanto su arco dramático aborda un periodo particular de su vida, aquel que precedió a la escritura de Hangsaman (1951), su segunda novela luego de The Road Through the Wall (1948). Pero la película de Josephine Decker hace de las biopic lo que Apocalypse Now con las películas bélicas: utilizarlas como envases narrativos para un viaje a las tinieblas más profundas de una mente torturada y torturante, un mapeo de la psicología de un personaje siempre al filo del abismo.

Pero es un viaje con dos pasajeras. Una es la mencionada Shirley (Elisabeth Moss), que para fines de la década de 1940 –punto en el cual la encuentra la película– está sumida en un bloqueo creativo que, por su imposibilidad de levantarse de la cama y la apatía que tiñe su cosmovisión, coquetea con la depresión. La otra se llama Rose (Odessa Young), tiene un incipiente embarazo y es la esposa Fred (Logan Lerman), un aspirante a profesor universitario que viaja hasta la ciudad donde vive Shirley para completar su tesis de la mano de su mentor, y esposo de la escritora, Stanley (Michael Stuhlbarg). La escena de una de sus clases deja en claro el carisma del profe ante un alumnado que lo escucha y observa con un grado de atención que más de un docente contemporáneo envidiaría. Mismo carisma del que se vale para pedirle a Fred que se instale con Rose en su casa, con el objetivo de cuidar a Shirley mientras surfea una crisis que al principio todos piensan como transitoria. Un diagnóstico errado, desde ya.

Con un amplio recorrido por festivales durante los meses en los que la pandemia empezaba a expandirse por el mundo, entre ellos Sundance y el de Berlín, esta adaptación de la novela de Susan Scarf Merrell registra una dinámica hogareña empapada la toxicidad que transpira el matrimonio. Porque Stanley también tiene lo suyo: detrás de su impronta de docente showman se esconde un hombre que manipula a la joven pareja y a su esposa. Un manipulador inteligente, cultísimo y con un ajustado manejo de la retórica, lo que lo vuelve aún más peligroso, como demuestra el menosprecio hacia toda potencial idea creativa de Shirley y las ínfulas de patrón de estancia con que trata Fred y Rose. En especial a ella, que para él parece ser poco más que una mucama a su servicio.

Mientras ellos pasan gran parte del día en la universidad (o al menos eso alegan), Rose y Shirley establecen un vínculo cada vez simbiótico y confuso, como si la escritora estuviera vampirizándole la cordura de la otra. Desatendiendo a todo atisbo de veracidad histórica (para fines de los 1940 la Shirley “real” tenía hijos; la ficticia, ninguno), Decker se apropia del tormentoso mundo interno de su protagonista para trasladarlo a una película astillada y con múltiples planos esfumados, breves y de una impronta de ensoñación que se insertan como staccatos alucinados y alucinatorios. Una alucinación desde la que aflora la posibilidad de una emancipación costosa y de la que difícilmente haya vuelta atrás.